Nos escudamos en los pecados de juventud para aislar el embrión de intolerancia que lucha por aflorar en una conciencia que pretende ser honesta, por eso nos horrorizan las situaciones que viven gentes que, por el simple y absurdo hecho de nacer en un determinado lugar geográfico, vivan en la eterna condena de libertad y tranquilidad que disfrutamos en este ficticio primer mundo.

Sí, decimos que nos educaron así y que solo nuestra personalidad hace que concedamos un pedacito de bondad para quedar bien en la foto de la posteridad. No sé si me estoy explicando bien, porque yo mismo me aturrullo con esto; en realidad hablaba de justificaciones, de esas que nos conviene resaltar cuando creemos que estamos en un podio de benevolencia; vamos, que nos gusta creer que somos buenos y quedarnos tan panchos con eso. Yo estoy ahora conociendo de cerca seres humanos que no piden nada más que comprensión, que solo esperan que no se les excluya de la vida, de SU propia vida, que miserablemente gobiernos y tendencias religiosas han acabado cercenando. Y no creáis que soy un superhombre por pensar así, en realidad estoy convencido de que sigo siendo un minúsculo cooperante en un universo de intolerancia que para corroborarlo, ha logrado un montón de escaños deleznables en un país que hasta ahora, yo consideraba solidario.


Pero no quiero aburriros con eso, en realidad se trataba de recordar lo insignificantes que somos ante la inmensidad del pensamiento. Porque pensar nos hace libres y nos hará felices, aunque para ello tengamos que combatir el hastío y la vulgaridad que, sin ir más lejos, se nos atraganta cada día al subir al autobús. Me decía un amigo el otro día: “Juan, tú eres como aquella izquierda divina de los sesenta, tomas partido pero observas de forma displicente aquellos que no consideras a tu altura”. Me dio que pensar y acabé reconociendo que, oh, dios mío, soy un snob encantador. Pero ayudo, en la medida de lo posible a que mi vida no acabe en un frigorífico clasista. No, creo que hago cosas que están bien… o eso intento.


Y me ha venido a la mente Irlanda, no sé porqué, pero ahí está; bueno, la verdad es que el otro día recordaba cosas sobre esta tierra, sobre esa gente que ha sido humillada, denostada y fustigada por los ingleses, pero que conserva ese espíritu amigable y esa rendición por la música. Nada hay como la música, que tiene nombre femenino porque en este asqueroso mundo, lo femenino se salva y libera cadenas, lo masculino representa la hez, lo que atenaza, lo que conspira contra la dignidad. Pero hablaba de algo bueno, fulminemos esas ideas malsanas.


Cuando viajas por Irlanda acabas atrapado en esa inmensidad de lo humano, de las vivencias vecinales mientras cantan y tocan instrumentos, y te conviertes o te convierten en uno de ellos (no, no hablo de las capitales como Dublín, Belfast o Derry, aunque si puedo me quedo con la Irlanda libre, no la ocupada), derrochando amistad y estímulos etílicos por doquier y, desde luego, encontrando la inspiración necesaria para caminar por la vida con una fuerte inyección de camaradería. Ahí es cuando piensas de forma tan inocente como ingenua que en el mundo tienes miles, millones de hermanos y hermanas.


Buenas vibraciones!