Intro

Los tópicos acaban siendo superados por la realidad; en la mayoría de ocasiones muchas de estas proclamas son realizadas sin rigor y solo motivadas por la lujuria que concede la juventud o la inconsciencia.

Inspirados en el caos punk, Sonic Youth escribió “Kill Your Idols” como ideario nihilista heredero del punk más abyecto. Y esto era raro ya que las huestes neoyorkinas de Gordon & Co se movían con respeto por la cultura y no por el snobismo de las crestas de pacotilla

Pero yo sigo pensando que esa frase es de una idiotez congénita patética e insulsa. Somos lo que somos por nuestros gustos y por lo que aprendemos, nunca por los genes que se incluyen en nuestro adn. Somos quienes somos por lo que adoramos, no se ha adherido a nosotros una secuencia de intelecto por casualidad, sino que ha sido nuestra elección, nuestra particular forma de definirnos aunque ésta solo se vea cuando nos miramos al espejo.

Pretendo, a partir de hoy mismo, desnudar mis gustos personales y haceros partícipes de mis ídolos, de los nombres que han servido para desquitarme de haber nacido en un país como éste y en una época como ésta. Mis departamentos de idolatría no se concentran en un estilo determinado, ni en un género artístico concreto y pienso que ahí está su importancia para mí. Creo en cada una de las personas que han ejercido su influencia sobre mí, ellos me han hecho como soy y eso me hace, no sé si más feliz, aunque seguramente mucho más libre que quienes solo poseen gustos muy definidos o muy limitados.

Mañana, el primer capítulo: Boris Vian.

Buenas vibraciones!

 

Mis ídolos, capítulo 1: Boris Vian

Precursor del movimiento zazou, que abarcaba a franceses intelectuales influenciados por la música negra norteamericana (especialmente el jazz) y la ropa británica, fue un precursor como literato, músico y activista.

Provocador hasta la médula, comenzó coqueteando con el existencialismo, de la mano de su entonces amigo Jean Paul Sartre; sus novelas visitan varios enjambres de sociedades, desde el costumbrismo galo hasta la onírica visión de mundos paralelos, pasando por ambientes sórdidos de sexo y violencia

Su emblemática “La espuma de los días”, una de mis obras literarias favoritas, donde el amor es el recurso contra la realidad, en un espacio de interacción entre lo irreal y lo plausible, que contrasta de forma brutal con “Escupiré sobre vuestras tumbas”, que permaneció prohibida durante años por una supuesta falta de decencia. Esta novela la escribió con el seudónimo de Vernon Sullivan, un autor supuestamente norteamericano, negro, que arrasa contra la supremacía blanca y carga de violencia y sexo explícito todas sus páginas. Tras muchos años problemáticos, se descubrió que Boris y Vernon eran la misma persona y eso le acarreó demasiadas complicaciones.

Fue asimismo un fanático del jazz, intérprete y compositor de canciones que hoy en día serían demasiado provocadoras, como “Fais moi mal, Johnny”, una composición masoquista acerca del amor con riesgo, voluptuosidad y gotas de sangre, llevada al paroxismo por Magali Nöel y Henri Salvador; o “Le Deserteur” donde se verifica el derecho a no querer servir a ninguna patria. El ilustre colegio de Patafísica le nombró “Sátrapa trascendente”, un respetable título de un planeta ignoto y romántico.

Conviví con sus escritos desde muy joven y cambió mi percepción sobre la vida, ya que siempre mostraba un lado cínico hacia lo que le rodeaba, creando (y ayudando a crear a quienes le seguíamos) a forjar un escudo contra la idiotez y vulgaridad humana, que siempre estaba al acecho de nuestros movimientos.

“La hierva roja”, “El otoño en Pekin” y, sobre todo “Que se mueran los feos” fueron otras de sus colosales entregas novelísticas, que conjugó con pequeños papeles como actor, músico ocasional y vividor irreductible. Murió muy joven, cuando su corazón no pudo soportar albergar tal cantidad de talento a tan solo un palmo más arriba.

Mis ídolos, capítulo 2: Kevin Ayers

Uno de los músicos más huidizos en la historia del pop inglés, bohemio, locuaz y atrevido. Adorado por todas las jóvenes generaciones y, sin embargo, ignorado por la gran mayoría de compradores de discos, Ayers comenzó siendo un enfant terrible de la escena de Canterbury con su primera banda, los seminales Wilde Flowers, donde la psicodelia campaba sobre las composiciones, que escribía junto a sus colegas Pye Hastings (luego en Caravan) o Robert Wyatt, con quien formaría al poco tiempo Soft Machine, en donde se encontraba el encantador lunático Daevid Allen.

Cuando Soft Machine comenzaron a dar conciertos junto a Pink Floyd en lugares como el club UFO, las posibilidades del sonido crecieron hasta límites insospechados por entonces; Syd Barrett y Ayers eran muy amigos y sus viajes a través del espacio interior catapultaban el talento descomunal que poseían ambos, hasta que uno se fue definitivamente a otro planeta y Kevin decidió que debía refugiarse en lugares donde el sol, la calma y el vino le devolviesen la tranquilidad.

La cultura que había heredado de su infancia, viviendo en Malasia, afloraba cada vez que veía peligrar su equilibrio, hasta el punto de evitar el estrellato que su compañía estaba dispuesta a ofrecerle. Su encanto, su melena rubia, su voz de barítono y su imagen de hippie intelectual eran acicates para ver en él una rock star en toda su dimensión.

Sus discos en solitario fueron obras cumbre de la música británica, donde combinaba la herencia ácida con tiznes tropicales y melodías diamantinas. Contaba además, con una pléyade de amigos que colaboraban en sus discos y que engalanaban dichas grabaciones, Phil Manzanera, Brian Eno, Robert Wyatt, John Cale, Nico, David Bedford, Lol Coxhil o Mike Oldfield (antes de convertirse en un truño de cuidado). “Joy Of A Toy”, Shooting At The Moon”, “Wathevershebringswesing” (con la canción que da título al Lp, balada asombrosa de dualidad vocal junto a Wyatt), “The Confessions Of Dr. Dream”… y así sin pausa, aunque sin ceder ante las presiones discográficas.

El famoso concierto del 1 de Junio de 1974, donde se apostaba por una agrupación de genios para una noche inolvidable (Nico, Eno, Cale) se fue al traste porque Kevin decidió pasar la noche con la esposa de John Cale, algo que el galés, ejem, no vio con muy buenos ojos.

Pero Ayers tenía sus pequeños refugios en Deiá, en la isla de Mallorca, la riviera francesa o en la Normandía, junto a su amigo Daevid Allen, que se dedicaba a manejar a su grupo Gong y a fabricar quesos con setas alucinógenas.

Su capacidad para crear era perezosa, tanto como su talante en el trabajo, por lo cual sus últimos años fueron imprecisos, no como artista, sino como trabajador en su arte, pero eso poco importa, ya que su legado es ciertamente considerable, un buen número de discos sobresalientes, la admiración de gente que le reverenciaba, como Teenage Fanclub, Ladygug Transistor o Gorky’s Zygotic Mynci, el imperecedero recuerdo de su sonrisa eterna mientras cantaba cosas sobre el champagne o sobre la mirada de una mujer. Creaciones como “May I?”, interpretada en inglés y francés, descubren esa bohemia y ese estado de encanto ebrio que siempre le caracterizó.

Siempre conservo en mi memoria aquellos discos de Kevin Ayers que me enseñaron una música abierta y cambiante, una forma de concebir estados donde la psicodelia o el progresivo se aliaban con senderos de ambientes brasileiros o africanos y todo quedaba perfectamente ensamblado. Incluso cuando le costaba hacer discos, porque se dedicaba a vivir, pura y llanamente, me mostraba canciones imponentes y me embaucaba hacia su terreno, que estaba entre la lucidez del genio y los vapores etílicos del poeta que siempre fue. Supo, además, sobrevivir a la muerte por sobredosis de su mayor valuarte, el guitarrista Ollie Halsall, con quien hizo algunas de esas obras maestras sin descubrir todavía, como “Sweet Deceiver” o “Yes We Have No Mañanas”.

Puede que para mi haya sido una de las piezas angulares de la música, uno de los artistas que más admiro y que más necesito en muchos momentos de mi vida; un inglés que ahora mismo, con el tema del brexit, huiría de las islas para no volver nunca. Sí, creo que sin duda acabaría en una playa perdida con una buena botella de vino y una guitarra acústica como compañera de andanzas.

Mis ídolos, capítulo 3: Frasier & Niles Crane

Personajes de ficción, pertenecientes a una serie televisiva que endulzó mis últimos veintiséis años. Frasier es una secuela de “Cheers” que de por sí ya era gloriosa, pero los guiones eran menos ácidos y no contaba con tantos y tan increíbles figurantes.

Situada en Seattle, el doctor Frasier Crane regresa a su ciudad natal procedente de una etapa conflictiva en Boston, con esposa e hijo en difíciles condiciones de vida, a los que deja en Nueva Inglaterra. Con las estelares apariciones de su padre Martin y de la fisioterapeuta, que hace las veces de manutención de la casa, la encantadora Daphne, todo se sitúa en una constante espiral de risas provocadas por el talante soberbio, solícito y hasta incluso déspota de un psiquiatra que se siente (y, sobre todo, se sabe) superior a la mediocridad del resto del mundo, con unos gustos exquisitos y una necesidad de exprimirle a la vida un sinfín de posibilidades.

El carácter brillantemente expuesto por el actor Kelsey Grammer contrasta con la acritud (benévola, eso sí) de su padre, un policía retirado que muestra su estilo cascarrabias y alejado del tono intelectual de sus hijos, porque ahí aparece el otro hermano, el fantástico Niles, con infinidad de problemas de identidad a causa de su esposa, Marys, una neurótica que le hace la vida imposible. Creo que es la primera vez que un personaje fundamental de una seria jamás aparece en la misma, siempre está en esencia, incluso de espaldas en alguna ocasión, pero nunca adivinamos como es realmente esta mujer. Niles es entrañable, posee el mismo grado de intelecto que Frasier pero es un poco indolente, no acaba de realizar nada a consecuencia del estado casi esclavista al que le condena su esposa… hasta que se enamora de Daphne. La historia de amor entre ambos es de lo más bello y divertido a la vez que he podido ver en una serie de TV, con sus altibajos, con Daphne intentando que le funcionen las cosas con otros hombres, hasta el momento en que se percata que el amor de su vida siempre será el cobarde y timorato de Niles.

Las relaciones de Frasier son también turbulentas, pero todo está recreado con un humor irresistible, especialmente su etapa en la radio, con la colaboración de un sinfín de famosos que prestan su voz a los necesitados que llaman al psiquiatra de la emisora para pedirle consejo. Allí aparecen Bulldog, una bestia de los deportes, antítesis de todo cuanto admira Frasier, o, especialmente, Roz, que le lleva la producción y acaba siendo otro elemento fundamental de la serie; por no hablar del lugar en donde se producen la mayoría de conversaciones inverosímiles, el café Nervosa. Recuerdo que descubrí que había una cafetería con el mismo nombre en Belfast y corrí a ver si había alguna conexión, quedando un póster de la serie como única referencia. Ah! me olvidaba del perro de Martin, Eddie, un martirio para la necesitada tranquilidad en casa de los hermanos Crane.

Durante años recurro a esta serie para encontrar un oasis de alegría y nunca me defrauda, puedo ver el mismo capítulo reiteradamente y me río en los mismos momentos, o descubro otros nuevos brillantes y exultantes. Recientemente estaban pensando en recuperar la serie, pero ya nada sería igual, teniendo el cuenta que el actor que representaba el papel de padre, John Mahoney, falleció el pasado año; en todo caso siempre es recuperable cualquiera de las 11 temporadas de esta serie, espectacular y necesaria desde los primeros instantes.

Pasarán los años y seguiré adorando a los hermanos Crane, cuando se peleaban (es un decir) por una barra de protector labial, cuando protestaban porque les habían servido un café en el cual se había derramado una gota, cuando alguno de los dos sacaba el pañuelo para limpiar el asiento antes de sentarse, cuando se enzarzaban en disputas artísticas, por encima de la media que les rodeaba, pero sobre todo por la relación entre Daphne y Niles… el peaje del amor lo llamaban, un peaje delicioso y apasionado.

Frasier y Niles, dos seres que fueron inventados, pero con los que durante muchos años me he identificado; bien, puede que sean unos snobs, pero cuanto snob falta para hacer de este mundo algo más exquisito.

Mis ídolos, capítulo 4: Fernando Zóbel

Uno de los grandes representantes de la abstracción en la pintura española, nacido en Filipinas y licenciado con honores en la universidad de Harvard cursando filosofía y letras, Zóbel fue un precursor en todos los sentidos, un adivino de la línea maestra para entender la modernidad en la pintura.

Empedernido viajero, logró confluir sus experiencias en sus lienzos, buscando siempre el equilibrio entre el color y la dimensión, huyendo de la esquematización pragmática del cubismo y mostrando una serie de imágenes que parecían extradimensionales. Dicen que fue su adicción a la caligrafía china la que le llevó a combinar el estilo pictórico de las letras con fondos pastel que descubrían un mundo dulce y evocador, especialmente plasmado en obras mayúsculas como “Jardín seco” o “Pequeña primavera para Claudio Monteverdi”.

Con una clara vocación para unir culturas y buscar seres afines en pos de lograr una cohesión entre receptáculo y emisor, Zóbel se encuentra con una serie de artistas que presentan las nuevas formas de lo abstracto en España; así contacta con Antonio Saura, Luis Feito, Manolo Miralles (uno de mis otros ídolos), Gustavo Torner, Sempere y varios insignes personajes más de la escena efervescente del arte pop hispano, así nace el grupo que se refugia en Cuenca, convence al ayuntamiento e inaugura el Museo de arte abstracto español, justo en un lugar idílico, con las casas colgantes.

La diferencia entre todos ellos y Zóbel reside en que, siendo un creador de lo abstracto, sus modos y su técnica revelan una tradición clásica, por lo que sus obras consiguen dejar de lado esa concepción de entendimiento como base para disfrutar de la imagen como modelo de sensación y de estímulo. Para Zóbel el boceto no es solo un puente para el resultado final, sino una base de trabajo que contiene todas las pautas necesarias del desarrollo y por eso muchas de sus obras parecen inacabadas a la primera visión.

No puedo considerarme un crítico de arte pictórico y creo que todo esto que escribo puede estar sujeto a contrastes negativos, pero siempre me suelo mover por emociones y sentimientos y Fernando Zóbel siempre me ha procurado una serie de turbulencias personales que me han hecho palidecer de pasión ante sus cuadros. Historiador, coleccionista, profesor de universidad, bibliófilo, muchos caracteres de estudio para una mente privilegiada, “Mi proceso es clásico, es el proceso de apunte-dibujo-boceto-cuadro. El apunte pretende recordar una idea. El dibujo intenta fijarla. El boceto es un ensayo de realización. Es un proceso de eliminación, de ir eliminando distracciones. El cuadro pretende ser la realización lo más clara posible de la idea inicial” es una argucia que le revela como un maestro en donde la disciplina es el método, pero la sorpresa es el códice.

Comienza sus trabajos como pintor en Boston, alrededor de 1949, pero se desarrolla con su primera serie de trabajos en Manila, es la secuencia “Saetas”, inspirado en los jardines de arena japoneses, todavía centrado en el blanco y negro y con Mark Rothko planeando sobre su obra primeriza. La siguiente etapa es la “Serie negra”, completamente mental, sin trazos al azar, refleja una intensidad dramática tenebrosa y sugiere un cambio radical en la forma de desarrollar sus formas.

“Creo que mi relación, como pintor, con la pintura oriental, aunque existe, no es tan importante como la gente cree. Veo varias razones que pueden inducir a ello: el haber nacido y vivido en Oriente, el haber ocupado una cátedra de Historia de Arte Oriental y mi interés por todo aquello; también por el empleo del negro sobre el blanco (mis cuadros hubiesen resultado menos orientales para la critica si mis trazos hubiesen sido marrones, azules o amarillos) y también por el empleo de mucho fondo blanco para poner en valor un área relativamente pequeña pero muy intensa de grafismo negro”.

Es a partir de su recuperación estética, en los años sesenta, cuando se descubre en su arte una revelación creativa indescriptible, sus “El Júcar”, “Las Caldas”, “El patio”, “Las gaviotas”, “Atocha nocturno”, escenas que más bien parecen diálogos con la propia pintura. Warhol se apabulla con él y cede varias de sus obras al proyecto que se está gestando en Cuenca.

Conocí a Fernando Zóbel a través de Paloma Chamorro y, desde el primer instante en el que me detuve en su obra, supe que su legado iba a decorar mentalmente mi vida, que lo abstracto partiría hacia un sendero de imaginación que todavía me cuesta describir o descifrar, pero que me envuelve en un abrazo de poesía visual hermoso e inabarcable.

Mis ídolos, capítulo 5: Patti Smith

“Jesús murió por los pecados de todos… menos por los míos”. Tras una estrofa como ésta, mi rendición a su personalidad fue inmediata; fue mi primer acercamiento a su talento, vino de la mano de aquel primer disco, “Horses”, de 1975, que aglutinaba la esencia del underground, los textos beat y la actitud punk de una mujer gigantesca, emocionalmente hablando, una mujer que destrozaba la estructura de la pirámide establecida por la sociedad en cuanto a féminas del pop. Andrógina, desarreglada y, a su vez, irresistiblemente atractiva por sus ideas y su porte, Patti era un compendio de todo lo que se encontraba en NYC en aquellos días, tras la explosión del Bowery y el Lower East Side como campo de cultivo para mentes inteligentes que heredaban el patrimonio de la Factoría Warhol y de Velvet Underground. Aunque no debemos olvidar la aportación del Village, que también la marcó, con Dylan, Phil Ochs o Fred Neil.

Una musa del sonido de Nueva York, pero también de la identidad feminista, de la poesía de vanguardia, de la revolución del rock como posibilidad enfrentada al nihilismo punk. Ella comenzó como poeta, huyendo del poso familiar en Chicago, posteriormente en New Jersey y recalando en una Nueva York rebosante de actitud y de propuestas atrevidas. Su acercamiento al rock fue casi circunstancial, ya que su pretensión era lograr un hueco en la escena literaria que se había nutrido de la Beat Generation, que idolatraba.

Sus escritos, sus apariciones, sus discos, nunca se identificaron con la afinación punk de la que fue nombrada, casi como impostación, madrina; más bien todo lo contrario, ella amaba la raíz de la humanidad, su lucha por los derechos civiles, su angustia por los desfavorecidos, realmente nada que ver con la ideología punk al uso (como mucho, los Clash podían estar en su onda) así que solo esa actitud de resistencia al orden establecido conectaba con la guerrilla urbana.

Junto a Robert Mapplethorpe inició sus andaduras en la gran ciudad, vio como su pareja deambulaba por el lado salvaje de la vida y decidió tomar parte de una carrera que recorrería con una elegancia sin igual, reclutando músicos afines a sus gustos y empapándose de las vibraciones de las alcantarillas y las luces de neón. Con la producción y ayuda del genial John Cale debutó con el disco que he citado un poco más arriba, pero nunca desfalleció, editando obras maestras como “Radio Ethiopia”, “Easter” o “Wave”, luchando siempre contra las adversidades, como la muerte de Fred “Sonic” Smith, guitarrista de MC5 y esposo.

Tras un buen número de LP’s, conciertos, apariciones declamatorias, arengas a la ciudadanía, parones y vuelta a comenzar, Smith siempre se mostró llana y despierta, despejando dudas acerca de su implicación como mujer del presente, feminista y positiva sin remedio, una adicta a la esperanza, como diría Timothy Leary (otra de sus influencias).

Siempre se dijo de ella que era la Lou Reed femenina y creo que es una afirmación equivocada; Lou escribía desde la distancia, era un cronista de una sociedad que vislumbraba con cierta condescendencia y cinismo, mientras que ella es cruda y despiadada con los que emponzoñan dicha sociedad.

Sus más recientes trabajos siguen portando esa dosis necesaria de energía, la energía de los esclavos, como diría otro de sus buenos amigos, Leonard Cohen.

Tengo el privilegio de haber visto a Patti en varias ocasiones, en diferentes etapas de su trayectoria, con los inmensos Ivan Kral y Lenny Kaye siempre junto a ella, como también en muchas ocasiones Allen Lanier o Jay Dee Daugherty. Creo que siempre serán experiencias inolvidables para mí, poder tener delante a un tótem como Patti Smith, una artista polivalente e implicada siempre con el público y con el mundo que le rodea. Por sus venas siempre corrió una sangre hirviente y activista. People Have The Power!

Mis ídolos, capítulo 6: Jacques Tardi

Nunca la definición “literatura dibujada” ha estado más acorde con un ilustrador, con un dibujante de cómics o de, utilicemos el lenguaje culto, Bande Dessineé. Tardi es un monstruo en la escena de la novela gráfica francesa y un auténtico autodidacta en el desarrollo de sus escenas; sus guiones reflejan un sentimiento de exasperación en la soledad del ser humano y la incomprensión de la sociedad hacia el débil. Obsesionado con temas antimilitaristas, se comprende al ser hijo de un alto cargo del ejército, que abandonó asqueado, su trayectoria deambula en varios territorios, entre los que destaca el de la aventura con tintes oníricos y ciertos desvaríos surrealistas.

Comienza a desarrollar su trabajo durante sus estudios en la escuela de Bellas Artes de Lyon hasta que se traslada a París e ingresa en la escuela de Artes Decorativas, llegando a colaborar con Moebius (entonces con su verdadero nombre, Jean Giraud), estamos en 1970 y la revista Pilote le ficha inmediatamente.

Su primera gran obra es “Adieu Brindavoine”, basado en la guerrilla de trincheras de la primera guerra mundial, un trabajo árido y desasosegante que muestra las miserias de los conflictos bélicos y la podredumbre del poder, además de la inmensa depresión de los sensibles, llamados a filas como rebaño de los gobiernos en conflicto.

Tardi no se parece a nadie dibujando, es una mente preclara que difícilmente se le atribuyen influencias. En pleno énfasis de la Línea Clara, él no se somete al movimiento, ni tampoco a la estética negra americana, es tremendamente personal, con personajes que se resquebrajan en un mundo hostil a la sensibilidad. Sus dos siguientes historias son rechazadas por Pilote al ser excesivamente duras con el poder militar y herir de alguna forma el patriotismo. “La véritable histoire du Soldat Inconnu” acaba siendo recogida en el diario Liberation, pero la fractura entre Jacques y Pilote es irreparable. Tras ese rechazo, es Metal Hurlant quien se hace con sus derechos y le da vía libre a sus ideas.

Cuando todos esperan de sus historietas un crudo espejo de la inmundicia humana, sorprende a todos con la colosal serie de “Las extraordinarias aventuras de Adèle Blanc-Sec”, inconmensurable colección de nueve tomos con una heroína totalmente feminista, ambientado en el París de antes de 1914 y con unas rocambolescas y divertidas historias donde encontramos muchas connotaciones de la novela negra, pero también del cine fantástico, la ciencia ficción, detectives hilarantes, monstruos salidos del jurásico, sectas de lunáticos y científicos locos. Utilizando ya el color, consigue cautivar a los compradores de cómic al uso, ya que los guiones son ágiles y atrapan al instante, con una dosis muy alta de sentido del humor y algún erotismo (muy francés, claro está).

Contra todo pronóstico, Jacques Tardi se convierte en un referente de la BD gala y se lleva a la gran pantalla sus aventuras con Adèle Blanc-Sec, lo que le da la energía para buscar un nuevo personaje, en ésta ocasión utilizando los guiones de Lèo Malet, estética de novela policiaca americana del cine negro; el nuevo personaje es el detective Nestor Burma, un anti héroe perfecto para el talante de Tardi. Durante las décadas de los ochenta y noventa publica infinidad de obras, muchas de ellas adaptando guiones ajenos, pero siempre inyectando en sus viñetas la personalidad propia que exhibe colosalmente. “C’était la guerre des tranchées” es otro alegato anti belicista que lleva al zenit a su autor, en un proceso que demuestra el fracaso de la humanidad en una historia que, posiblemente, es el mejor cómic de los últimos veinte años.

Su mirada de pesimismo en la sociedad, su frialdad en la exposición y un fondo de amargura latente hace de su obra un ejemplo de cómo un dibujante de cómics se puede imbuir en el mundo actual bajo una concisa y agria opción de cronista, amén de sus otras incursiones en terrenos de la aventura, el erotismo o lo estrambótico.

En 2013 rechaza la Legión de Honor, máxima distinción francesa alegando que: “no quiero recibir nada, ni del poder actual ni de ningún otro poder político cualquiera que este sea”. Genio de la narrativa ilustrada.

Mis ídolos, capítulo 7: Alfred Hitchcock

Había estado dándole vueltas al asunto y no me acababa de convencer el hecho de colocar en esta sección a alguien tan importante y mediático, me decía a mí mismo que esta secuencia debería estar dirigida a nombres quizá menos insignes, aunque importantes para el que esto suscribe. Pero, aún ruborizándome por la elección, no puedo obviar que yo me he criado con la filmografía de Hitchcock, que he compartido con toda mi familia, desde niño, por eso es un referente en cuanto a cine, amén de su genio en todos los aspectos como director, guionista e incluso montador.

Uno de los directores con mayor protagonismo en sus películas, ya que su firma centellea siempre como característica, inclusive en su etapa negra, en sus primeros trabajos, realizados en Inglaterra, con algunos de sus guiones mejor elaborados y, posiblemente, con una audacia cercana al morbo y lo sórdido, que siempre le ha caracterizado (y que es otra de las cosas que siempre me impregnó de adolescente).

Difícilmente puedo escribir cualquier cosa sobre Hichcock que pueda aportar alguna luz, se han publicado infinidad de libros sobre su vida, se han hecho películas biográficas y su figura es analizada hasta en tesis universitarias.

Mi admiración sobre sus filmes es producto de mi cercanía a ciertas obras literarias que planean sobre lo que suele abordar y lo único que puedo decir al respecto es que no conozco a nadie que me haya atrapado con tantas películas como él; algunas no demasiado reconocidas, a pesar de estar entre mis preferidas, como “Extraños en un tren”, “Los 39 Escalones” (ahí tenéis otra conexión, el nombre de mi programa de radio), “La sombra de una duda” o la deliciosa “Matrimonio original”.

Ha sido un inventor de caracteres, el primer cineasta que se atrevió con un asesino en serie, contradiciendo lo que le pedía su productora y la compañía que le subvencionaba; nadie apostaba por el triunfo económico de “Psicosis”, una de las obras de arte jamás filmadas, lo que le hizo afianzarse más en sus ideas y en sus prioridades. Mis favoritas son, imagino que como las de todo el mundo, “Con la muerte en los talones”, “La ventana indiscreta”, “Vértigo” y “El hombre que sabía demasiado”, no es difícil elegir, teniendo en cuenta que son títulos que ostentan el cargo de imprescindibles para cualquier amante del cine, pero hay algunas otras, mal llamadas menores, que son en sí mismas un deleite para los cinéfilos, como “¿Pero quien mató a Harry?”, “Recuerda”, “Encadenados”, “El caso Paradine”, “La soga”, “Cortina rasgada”, “Los pájaros” o “La trama”. Caso aparte es “Rebeca”, una película enfermiza, donde el personaje principal no aparece en ningún momento y se descubre su realidad tan solo a pocos minutos del final.

Si algo me perturba de ciertas de sus obras es la malignidad que subyace de personajes a los que acabas compadeciendo, a pesar de ser pequeños monstruos desprovistos de compasión, así ocurre en “Marnie”, “Frenesí”, “Crimen perfecto” o “Yo confieso”.

Os pido disculpas por estar tan falto de lucidez en la descripción de este capítulo, es francamente complicado intentar escribir sobre alguien con tanta bibliografía y de tan alto nivel, por lo que mis palabras (poco creativas en esta ocasión) no dejan de ser una rendición sin excusa posible a un hombre que me educó desde bien pequeño. Así he salido yo de perturbado, convencido de que el señor Hitchcock tuvo algo que ver en ello, de lo cual me alegro profundamente.

Mis ídolos, capítulo 8: Robyn Hitchcock

Es reconfortante hablar de uno de los músicos más sobresalientes de las últimas décadas y comprobar que, además de seguir vivo, continúa en un estado de forma envidiable. Robyn podría ostentar el imaginario título de digno heredero de Syd Barrett sin inmutarse siquiera, pero realmente lo que más le gustó a él siempre fueron las canciones de Beatles, algo que me confesó hace muchos años.

Para mi, personalmente, Hitchcock ha sido un artista completo, que ha navegado por distintas formas sónicas y ha salido siempre brioso e innovador, tanto con su primera formación, más ortodoxa en el concepto psicodélico, Soft Boys, como posteriormente con los Egyptians y en solitario o con músicos de diversa índole.

Mi relación con él comenzó a través de un artículo que escribí para el Rockdelux (debo deciros que no recuerdo la fecha), que coincidió con su segunda visita a Valencia; ya había actuado en Arena junto a sus colosales compañeros en los Egyptians (Andy Metcalfe y Morris Windsor) y en este regreso se preparó algo mucho más íntimo, en la sala pequeña del Rialto. Los organizadores seguían siendo la gente de Arena, Napo Beltrán (DEP, cuanto se le añora) y Emilio Ruiz. El caso es que éstos debieron enseñarme mi artículo, no sé si se lo traducirían (Robyn estaba aprendiendo español) pero la cosa es que se empeñó en que yo presentase aquella noche el evento y que lo hiciese junto a él. Como imaginaréis, a mi me encantó departir junto a esta maravillosa persona, que realmente era, sobre el citado Syd, la escena de Canterbury (era super fan de Kevin Ayers, eso ya me cautivó) y sobre algunos grupos oscuros de la escena sixties, aparte de lo que he nombrado antes de los Beatles y, especialmente de una canción, “I Want You”, que presumiblemente era su favorita.

Cuando llegó el momento e hice aquella presentación, nunca olvidaré que en el instante que concluí e hice ademán de darle la mano, se abalanzó sobre mí y me abrazó diciendo “sombrero” mientras hacía el gesto de descubrirse la cabeza (supongo que fue una adaptación libre de la acepción “chapeau” francesa). Ni que decir tiene que tener esa experiencia con alguien al que admiras con fervor es inolvidable. Años después, en distintos conciertos, tres generaciones de Vitoria han disfrutado de tan gigantesco artista, mi padre y, especialmente, mi hija Arizona, que siente la misma adoración que yo por él (o más, si cabe).

Robyn Hitchcock tiene un cargamento considerable de discos notables, los más minimalistas, “I Often Dream Of Trains”, “Eye” o “Black Snake Diamond Role”, que contrastan con su vena más pop en “Fegmania!”, “Element Of Light” o “Perspex Island”; pero ha conseguido perpetrar más de veinte ejemplos de cómo seguir perennemente brillante, con una dote especial para escribir estribillos memorables endulzados por su voz característica y nasal. Sus Lp’s se han nutrido de músicos que siempre se han mostrado dispuestos a rendirse ante su creatividad, como Peter Buck, Jon Brion o Joey Spampinato, adalides del mejor power-pop americano y él se ha mostrado pletórico en sus interpretaciones, cáusticas en momentos y delicadas en instantes en donde la dulzura acapara la melodía.

En lugar de quedarse anclado, siempre ha sabido encontrar un espacio en donde sus canciones llegaran a públicos distintos, a generaciones con muchos años de diferencia y a esas sensibilidades que él sabe agudizar con letras que se alejan de lo sombrío y muestran su lado metafórico con poemas enlazados con pequeñas historias de pensamientos cotidianos. Por si fuera poco, siempre ha sido un dibujante con cierta gracia y ha decorado portadas de sus discos con cómics muy a lo Canterbury, sol, lunas, estrellas y diversas constelaciones donde individuos de fábula se mezclan con mitologías extravagantes.

Robyn Hitchcock es un constructor de canciones redondas, esas que engalanan el pop británico con tintes de humor y alegría, además de su perseverancia y su afán por conquistar corazones necesitados de melodías sanatorias, que hacen de él un necesario epíteto de la música febril, la que se siente dentro de un alma gigante.

Mis ídolos, capítulo 9: Walter Gropius (Bauhaus)

La construcción de elementos para que, además de obtener la ayuda ergonómica de lo simple, acabe siendo un proyecto con la estética adecuada; es la simplificación de lo artístico al servicio de la sociedad, así nace el concepto de la Bauhaus, la agrupación de diseñadores dirigida por este berlinés que revolucionó los arquetipos establecidos del mobiliario, de la arquitectura y del arte en general. La Staatliche Bauhaus (‘Casa de la Construcción Estatal’) se crea en Alemania en 1918 con ánimo de buscar un constructivismo en el espacio común del humano, como una especie de rescate del principio de la construcción hacia lo dinámico. Realmente su nombre se conforma de la unión de los principios de dicha construcción “Bau” y de casa “Haus”, allí se aglutina un pensamiento, el socialista, que busca la función de cambiar el estereotipo de la burguesía como referente en la reforma de la enseñanza, para lograr un racionalismo dentro del ideario romántico.

A principios de los 30 entra en la dirección Mies Van Der Rohe, que convence al grupo de su traslado a Berlín, para esparcir una red de trabajo que se irá extendiendo e influenciando a todos los jóvenes creadores que se muestran partícipes de este arquetipo de innovación y eficacia.

Los diseños de la Bauhaus son cómodos y funcionales, sin despreciar el encuentro del objeto con su espacio, dentro del orden en el propio espacio o lugar donde se ubique. La famosa proclama «La forma sigue a la función» buscaba la unión entre el uso y la estética. Gropius incluso se atrevió a declarar que un edificio estaba al servicio del interior y que éste debía modificarse para buscar una comunión en una globalidad que expusiese la facilidad del entorno final, por ello se aventura la posibilidad que fuera influencia directa en toda la industria de casas prefabricadas.

Gropius tuvo la enorme desgracia de coincidir con las dos grandes guerras en las que su país tomó una determinación grave y equivocada, por lo cual durante aquellos años fue madurando en su ánimo la conciencia de que tenía un deber en su inspiración sobre el destino de la humanidad que cumplir, la arquitectura debería desempeñar un papel en el problema social que la posguerra plantearía con toda gravedad; y este problema social había de fundirse con la estética.

Debemos aceptar el hecho de que la Bauhaus sentó el precedente del diseño industrial y también del diseño gráfico; hasta entonces sin un objetivo definido ni una homologación clara. La arquitectura moderna debe, por tanto, sus fundamentos académicos a la propia evolución de la Bauhaus, de hecho la Unesco declaró a las obras de la corporación patrimonio de la humanidad en 1996.

En plena crisis del pensamiento moderno, cuando los conflictos en una Europa desdibujada enfrentarían poderes que recelaban de los artistas, el partido nazi cerró la sede y persiguió con dureza a sus pensadores y artífices, acusándoles de estar financiados por poderes judíos y de adoptar el pensamiento comunista como modelo de trabajo.

Sería muy fatigoso enumerar a los componentes que dotaron a la Bauhaus de su personalidad, es una lista interminable de la que cabe, quizá vagamente, destacar a Vasili Kandinski, Oskar Schlemmer (que diseño el logotipo, utilizado años después por el grupo británico post punk del mismo nombre), Paul Klee, Lilly Reich (una de las primeras mujeres que acabaron enseñando el cómo y el proceso del diseño en la vanguardia moderna), el propio Mies Van Der Rohe (arquitecto que funda el modo contemporáneo de edificar o de pensar en futuros posibles y experimentales)… Un enorme elenco de genios que ni siquiera el aparato del nazismo pudo sepultar. Al contrario que otro de los grandes arquitectos, Le Corbusier, que nunca renunció a su atracción por Hitler o Mussolini, los integrantes de la Bauhaus veían como una amenaza nada velada la apisonadora política germana.

El expresionismo de la Nueva Objetividad, el plasticismo que los holandeses habían inaugurado de la mano de Theo van Doesburg, fueron también determinantes en la consecución de trabajos importantes. Tras la muerte del equipo (no literalmente hablando, claro está), muchos de sus componentes huyeron a Estados Unidos, fundando la nueva Bauhaus en Chicago, aunque ya nada sería tan innovador, tan rupturista, ni tan innovador, a pesar de que la pintura entró a formar parte de la familia y se logró el objetivo de acercar el arte a la masa social, mucho antes de que el Pop Art lo hiciera. Sí, creo que la definición correcta para evaluar a la Bauhaus es decir que todo lo que hicieron fue, sencillamente, asombroso.

Mis ídolos, capítulo 10: Sam Cooke

A mi modo de ver, la música negra tiene un comienzo determinante con este intérprete/compositor, cuyas canciones son abanderadas del principio del soul y enarbolan la fuerza y la delicadeza a partes iguales. Instigador del transvase del gospel hacia terminologías más raciales, Cooke fue un cálido vocalista con una sinuosidad envidiada por casi todos sus congéneres de la época.

Hombre de un atractivo deslumbrante, elegante y sensual, se construye a sí mismo y coordina todos los elementos necesarios para convertirse en una estrella, algo que estaba solo reservado para los blancos, siempre como controladores de la producción final.

Sam Cooke es hijo, como muchos cantantes negros, de un ministro de la iglesia evangélica y por tanto es lógica su incursión en la música gospel como punto de inflexión. Junto a algunos de sus ocho hermanos forma un grupo vocal de efímera trayectoria hasta que es reclutado por The Soul Stirrers, una banda ya consolidada de gospel, cuando tan solo era un adolescente. Su timbre vocal tiene una variedad de registros que apabulla a los demás componentes del grupo, por ello le colocan como solista principal. El gran problema residía en que Sam se deleitaba con los cantantes melódicos negros y su ilusión era grabar canciones en esa onda; lo consigue, pero tiene que hacerlo con seudónimo, ya que el mundo del gospel era muy cerrado y no se veía con buenos ojos a uno de sus miembros cantar canciones consideradas paganas o profanas.

El sello Specialty y su mecenas, Al Rupe, consigue extraerlo de los Soul Stirrers (que también estaban dentro de la compañía) y le convence para hacer cosas propias. Little Richard, que por entonces ya estaba cautivado por el tema religioso, se queda estupefacto al ver la capacidad de Cooke para componer melodías bellas, pero todavía no se atreve a condensarlas en discos bajo su autoría. Sin siquiera afianzarse en la nueva aventura, contacta con un nuevo sello discográfico, Keen Records, que le lanza con canciones ya firmadas por él y cargadas de ese fondo melodioso que cautiva de inmediato a la audiencia. “You Send Me” es uno de esos singles arrebatados, pero estamos a finales de los cincuenta y Cooke se muestra más como un crooner de nuevo cuño que como una propuesta de soul moderno. Eso ocurre a principios de los sesenta, tras una serie de discos almibarados en exceso, alguna rendición a Billie Holiday y un inicio algo timorato.

Tomando las riendas de todo, funda su propia compañía y atrae nuevos talentos, como Bobby Womack o Johnnie Taylor, crea un equipo de producción y management, despidiendo a todos cuantos estaban pululando alrededor de él y sacándole la pasta de forma descarada. Al poco tiempo sella un contrato con RCA y comienza una etapa fulgurante, con canciones diamantinas que le colocan como el mejor compositor de pop soul del momento. Si alguien dudaba de su fuerza escénica, prepara giras por todo el país dejando claro que no solo es un intérprete de estudio; sus conciertos son febriles, sudorosos y contundentes, se le llega a comparar incluso con James Brown y eso hace que su reputación se eleve en el mundo del soul auténtico.

Sam no tiene tiempo para mucho más, su vida se tropieza con un final truculento e injusto cuando es asesinado por la dueña de un motel en circunstancias muy extrañas; hay cientos de conjeturas sobre su muerte, mafias de managers despechados, esposa abandonada, amante con problemas psicóticos, etc… El juez archivó el caso de acusación por asesinato y lo solventó como “defensa propia”. Al poco tiempo su viuda se casó con uno de sus protegidos, Bobby Womack.

A mi me llegó su música a través de los grupos mods que siempre le rindieron pleitesía; cuando le descubrí noté que sus canciones podían pasar por un componente alejado de cuestiones raciales, no eran especialmente soul, sino más bien de un pop que ha acabado siendo atemporal. La riqueza de sus cambios de registro, los arreglos armoniosos y esa comedida forma de cantar engalanan temas que han acabado siendo fundamentales para entender y admirar la música americana.

Aparte del escabroso relato de su asesinato, Sam, en poco tiempo, pudo llevar a la luz canciones redondas en las que cantaba al amor como nadie, con estribillos que perduran en la memoria histórica de la música, canciones que nos envuelven en los momentos en los que necesitamos una buena melodía para levantar nuestro espíritu y siempre con esa dulzura que planeaba sobre su magnífica y maravillosamente bien timbrada voz. Una luz que brilló con una intensidad tan grande como corta en el tiempo.

Mis ídolos, capítulo 11: Frank Capra

Portavoz de un espíritu de reconquista de la honestidad humana, los valores que siempre han impregnado las películas de este menudo director nacido en Sicilia y criado en los Estados Unidos de las oportunidades, son transgresores de tan emotivos y bondadosos. Con la esperanza como meta en un mundo dominado por la corrupción política, Capra analiza sistemáticamente todas las opciones en un país supuestamente libre y crea un almacén de sueños en filmes cargados de humanidad y buenos sentimientos. Es la lucha por convertir una sociedad injusta en un paraíso donde los necesitados obtengan su premio y un nivel de consideración justo y valioso.

Son las premisas de Theodore Roosevelt, un presidente que accede al trono del poder mundial bajo un ideario nada común, el que integra en su sociedad americana a todo un universo de razas, ideas y segmentos, el sueño americano hecho realidad. Otra cosa es en lo que luego acabó convirtiéndose todo, pero el deseo estaba ahí, latente y adherido a las mentes de miles y miles de refugiados que veían el camino de la luz en el nuevo continente, tras una terrible guerra y la incomprensión de su propio país

A pesar de parecer ciertamente ingenuo, su positivismo se vio involucrado en un pensamiento de libertad cercano en ocasiones a conceptos libertarios, aunque profundamente religiosos, sin empalagar, por eso sus películas son cercanas y dejan un increíble sabor de boca final; no es en absoluto un ilusorio risible, como algunos críticos voraces le acusaron por entonces. Capra analiza en profundidad los conceptos del bien y el mal para establecer guiones que, aunque algo disparatados, muestran la fuerza del ser humano y la energía que catapulta a la sociedad para ayudar al prójimo. Las luchas por sobrevivir ante el capitalismo feroz, el empeño y combate para salvar la honradez, el amor a la vida y a la gente, premisas que son constantemente abordadas en sus trabajos y que no dejan duda acerca del sentido de la honorabilidad que proclama sin tapujos.

Tras un sinfín de cortos, películas sin demasiada trascendencia, empieza a principios de los treinta una fulgurante secuencia de títulos radiantes, en donde prima el amor, la verdad, la lucha de clases, el horror del poderoso capitalista, la maldad de las corporaciones y la esperanza, siempre la esperanza. Para ello cuenta con actores sobresalientes, los mejores, que redondean películas perfectas. “Sucedió una noche”, con una pareja ejemplar, Clark Gable y Claudette Colbert, “Vive como quieras”, un oda maravillosa a la libertad del pensamiento, del vivir sin hacer daño a nadie, “Caballero sin espada”, el combate del individuo contra la corrupción y la mentira, el héroe pequeño, que sale del pueblo, el patriotismo bien entendido con James Stewart como protagonista de una de las escenas más vibrantes que haya tenido jamás la gran pantalla.

Y así siguió haciendo películas que ensalzaban las necesidades de ser mejores en todos los aspectos, con personajes creíbles, de los que te encuentras a menudo en la calle, esos héroes cotidianos que no ostentan ningún título honorífico, pero que son tan necesarios para la sociedad como el pensamiento de libertad que traslucen.

“Que bello es vivir” descubre definitivamente el poder del mensaje de Capra, la energía del luchador, a punto de abandonar, hasta que un elemento místico le da un empujón; uno de los filmes más memorables de la historia, por lo menos para mí, al igual que el febril Cary Grant en la exuberante “Arsénico por compasión”, otra de esas incomparables muestras de talento de un director que se agigantaba cuando trataba la ansiedad de las personas y la necesidad de la comprensión y empatía, decorando sus guiones con momentos hilarantes cargados de fuerza y tempo. La moralidad de la verdad.

Frank Capra no tuvo parangón, su obras quedarán como poso histórico de una América con ilusión, aquel país que desató la idea de que un mundo mejor era posible. Fuera de los sueños rotos y de la esperanza por los suelos, él levantó almas dolidas y generó sonrisas y anhelos que todavía hoy permanecen inalterables, perennes.

Mis ídolos, capítulo 12: Steve Harley

Nunca comprendí el motivo por el que este cockney londinense jamás alcanzó la notoriedad que sus discos merecían, si bien ha tenido efímeros éxitos y siempre se suele contar con su presencia cada vez que enumeramos artistas de los setenta. Debilidad muy personal, el genio de este músico, que salió del mundo de la prensa escrita, se desarrolló en aquellos indefinibles tiempos en los que el rock atravesaba un estado anímico no demasiado gratificante; mediados de la década de los setenta, con el punk y la new wave aún por llegar, que barrería de golpe una hibernación creativa de la música juvenil, pero animada por algunos artífices de sonidos inteligentes, era el Glam que, de alguna forma, era la propia antesala del advenimiento punk, con Bowie, Slade, Mott The Hoople y, sin dudarlo, el inmenso Steve Harley, primero con sus Cockney Rebel y luego en solitario.

Harley, de auténtico nombre Steve Malcolm Ronald Nice, aprendiz de poeta, escribía para periódicos locales y afinaba su guitarra acústica intentando emular a su gran influencia, Bob Dylan. Pero ya de muy joven despuntaba con sus escritos acertados y cargados de metáforas, un poco bucólicos también. Tras pasar una infancia terrible, aquejado de polio y con severas intervenciones quirúrgicas, acaba rendido a la literatura de T.S. Elliott y John Steinbeck, marcándole en su forma de coger la estilográfica. Entretanto se bajaba al pub e interpretaba canciones que escribía, compartiendo escena con algunos filósofos del folk londinense, caso de Ralph McTell o John Martyn, aunque sin demasiada convicción, ya que sus composiciones estaban pensadas para ser usadas en otro ideario sónico.

Pese a tener una extraordinaria carrera como periodista y comenzar a ser considerado en publicaciones de cierto renombre, él se empecina en convencerse a sí mismo de que la música es su objetivo final y para ello conoce al grupo Odin, liderados por un alemán un tanto peculiar, que habían conseguido un contrato para el sello de rock progresivo Vertigo. Viendo que el proyecto no cuaja con su aplicación compositiva, se lleva de la banda a Jean Paul Crocker, violinista que dota a las canciones que firma de un tono embelesado. El grupo que configura recibe el nombre de Cockney Rebel, bromeando acerca de su acento y de la zona del sur londinense.

Tras presentar sus canciones a distintos sellos, es EMI quien se lleva a sus caballerizas la nueva propuesta de este joven y prometedor artista, que mezcla sin pudor el pop de corte beatleniano, la forma de vocalizar de un joven Dylan y una coctelera de envase Glam, ingredientes más que prometedores para su estreno discográfico. A finales de 1973 se publica “The Human Menagerie”, un disco rebosante de maravillosas canciones, con unas letras que ponen de manifiesto ese sentido poético (y también tremendista) de Harley. En la portada se ve al grupo ataviado de imagen andrógina, de color y lamé, de glitter y actitud sensual, una instrumentalización del pop felino que imperaba en algunos músicos de aquel momento (Marc Bolan, Gary Glitter, Alvin Stardust…). En este primer disco no hay fisuras, las canciones se encadenan en una secuencia memorable, con instantes de puro lirismo, como “Sebastian”, una canción sobre el suicidio, tema constante en su obra, que fue lanzada como single, a pesar de que es una dramatización de una tristeza sublime, una canción difícilmente comercial a nivel de ventas.

El año siguiente publica su obra maestra, “The Psychododo”, grabado con todo el equipo del “Dark Side Of The Moon” de los Floyd, donde se muestra todo el espectro de su poesía y de sus melodías, un álbum inclasificable que juega con herencias psicodélicas y algunos toques de prog surrealista, pero planeando sobre el disco un poso pop embriagador y siempre esos textos cargados de nihilismo personal, posiblemente heredero de su infancia tan complicada. Si yo tuviera que elegir (la clásica selección de discos para una isla desierta, bla, bla, bla), éste disco ocuparía un lugar importante en ese recuento.

Steve Harley sigue escribiendo deliciosas epopeyas pop en discos que rozan lo perfecto, trabajos de una monumentalidad aplastante, cargados de ese agrio reflejo que de las relaciones personales tiene este hombre, con sus continuos guiños al suicidio y al dolor en su máxima expresión.

“The Best Years oF Our Lives” es otra obra cumbre, la única de la que obtiene resultados comerciales, gracias al single “Make Me Smile (Come Up And See Me)”, portadora de un irresistible estribillo, que acabó apareciendo en un sinfín de películas y, evidentemente, le reportó pingües beneficios. Los discos se suceden, todos excitantes y cargados de canciones gigantescas; “Timeless Flight”, el bestial “Love’s A Prima Donna”, que nos retrotrae al mejor Todd Rundgren y su directo “Face To Face”, documento de sus grandes conciertos, porque si hay algo que añadir de él es su tremenda puesta en escena.

A partir de este momento no logra conectar con las ventas, a pesar de tener siempre excelentes críticas. Como final de década publica dos discos interesantes, con grandes momentos aislados, pero sin la grandeza de sus discos precedentes, son “Hobo With A Green” y “The Candidate”. Luego, se dedica a vivir de las rentas, accediendo al mundo discográfico con discos poco apoyados, pero casi todos preciosos, que le devuelven al mundo de los vivos. Todos sus últimos discos contienen grandes instantáneas que se pierden en la incomprensión y, sobre todo, en el desconocimiento.

Steve Harley ha sido uno de mis ídolos más queridos, sus canciones me han transportado al teatro de la poesía pop, al igual que un Bowie en los 70 (con el que existe un gran paralelismo), sus discos son parte de mi propia evolución, ya que entraron en mi vida en momentos claves, adolescencia, juventud y madurez, dejando una impronta que siempre me acompañará, mostrándome lo mejor del pop inglés con esa voz que por momentos parece rota y a punto de quebrarse definitivamente, pero que guarda en tan solo una estrofa el poder de convicción necesario para golpear con dureza mi corazón y hacerlo bombear con desatada pasión.

Mis ídolos, capítulo 13: Will Eisner

Siempre que se habla de cómic, BD, novela gráfica o como lo queramos definir, se busca y localiza una tendencia, no ya un estilo en sí, sino una línea de trabajo que se suele personalizar en géneros determinados, algo así parecido a la música, con sus términos que sirven como descripción. Dentro de estas formas observamos la “Línea clara”, “Super héroes”, “Manga”, “Sci-Fi”, etc, etc, pero si hay alguien que se escabulle de ser etiquetado en alguna de ellas es este hijo de emigrantes judíos, que creó una fuente literaria para volcarla en dibujos y en guiones todavía icónicos de la novela gráfica americana. Dicen que él realmente fue el artífice de dicha nomenclatura.

Siempre me aburrieron los héroes en skijama, marcando paquete y dejando ver súper poderes que idiotizaban en lugar de culturizar; todo ese cómic americano plagado de estereotipos, machismo a ultranza, racismo (hasta que descubrieron que muchas etnias consumían esos tebeos y tuvieron que moldear la cosa) o cosas peores. Los dibujantes divergentes en los USA lo tenían crudo hasta que apareció el movimiento underground (Comix, con X), con genios como Gilbert Shelton y, sobre todo, Robert Crumb (otro ídolo, amigos), pero allí, combatiendo los férreos marcajes de las editoriales, estaba Will Eisner en Nueva York,  creando un personaje que acabó siendo el héroe cotidiano más formidable de todos los tiempos (con permiso de Tintín, claro).

Cuando a Eisner le vieron el potencial que tenía como dibujante, nadie quería perderse su participación en el pastel, que cada día se agigantaba más y más en la América post depresión; como cabía esperar le propusieron que inventase un héroe y una saga del mismo para comenzar a entrar en las tiras de los periódicos, allá por los cuarenta. El nacimiento de Spirit fue un logro inesperado para la prensa y, sobre todo, un hallazgo que situaba a un ser común, pero con un sentido bestial de la honestidad y un pálpito especial para cazar a los malandrines (y a los hijos de puta poderosos), en los anales de la historia dibujada.

Spirit contaba tan solo con una pequeña máscara que le cubría parte de los ojos, pero su gran poder era la perspicacia para defender a los débiles, ayudar a los desfavorecidos y enfrentarse al poder si era preciso con tal de salvaguardar a los ciudadanos honrados, que vivían en un estado de consternación debido al poder de las mafias y sus contratos verbales con políticos y policías. Spirit era policía también, pero de los que no convenían, de los que interesaba quitarse de encima, lo que ocurre es que su grado de implicación con el pobre era tan grande como su fuerza humana y física, un hueso duro de roer, sin duda.

Pero, además de poseer magistrales guiones, basados en el cine negro clásico y los libros de Raymond Chandler, Ross Macdonald o Chester Himes, todas las obras de Eisner perfilan desarrollos visuales hasta entonces nunca vistos. Por poner solo un ejemplo, hubo una historia de Spirit (Danny Colt era su nombre “autentico”) narrada bajo la visión de un personaje, es decir, vemos todas las viñetas como si dicho figurante fuéramos nosotros, absolutamente revolucionario.

En sus historias planea un colosal sentido del humor que, además de hilarante es, en muchos momentos, cínico y abrasador con la sociedad bienpensante, con ciertos guiños a actores del cine negro, caso de Bogart o Lauren Bacall, que acaba siendo el recurso de femme fatale tan utilizado en ese tipo de historias. Los malos son tremendos y sanguinarios, algunos mentecatos son pequeños matones con cierta dosis de encanto, siempre que no haya delitos de sangre y todo se funde en un complot casi cinematográfico cuidado en todos los detalles.

Me gustaría dejar claro que, por encima incluso de su nivel como guionista, está la capacidad asombrosa de dibujar, tanto en blanco y negro como a color, cómo juega con las facciones humanas y el teatro que focaliza en cada fondo de las viñetas, situadas en una ciudad ficticia, Central City, que no es otra que su amada New York.

Eisner terminó con la serie de Spirit y dedicó bastantes años de su vida a escribir y dibujar algunas imperecederas novelas gráficas que te hacen recapacitar acerca de las miserias humanas y la falta de compasión, “Contrato con Dios”, “El edificio” o “El soñador” ahondan en esa tesitura, donde la angustia que recibimos de una sociedad opresora, nos condena al dolor y la muerte de nuestros sueños.

Su corazón, ese gran órgano del cual él poseía todo lo bueno, le jugó una mala pasada y se colapsó cuando todavía tenía mucho arte que transmitir.

En esta ocasión me permito poner más de una foto, porque si no es así no podría compartir realmente todo lo que he escrito.

Gente como Will Eisner hace que sigamos creyendo en que sí, hay otra América.

Mis ídolos, capítulo 14: Jacques Dutronc

Estandarte inequívoco de la “gauche divine” parisina de mediados de los sesenta, la que discutía acerca de postulados políticos en los cafés de Montmartre, mientras la música y el cine se aliaban para combatir el ostracismo de una sociedad manipulada con destreza por una república que nutría mentes de acomodaticios ciudadanos con las ficticias señas de libertad, igualdad y fraternidad, arengas para acabar controlando las culturas ajenas al ideario común de dicha república, eliminando supuestos enemigos que se agazapaban en territorios franceses de distinto idioma o personalidad, bretones, gascones, provenzales… Sí, era una Francia que explosionaba un Mayo del 68 con estudiantes ofreciéndose a los obreros, para encontrar un hilo de búsqueda común.

Corrían tiempos de cambio en París, Saint-Germain-des-Prés ya no era solo una zona de moda, allí se reunían literatos, músicos y directores, focalizando un encuentro que, a la postre, sería decisivo para el avance artístico de un país envidiado por todo el mundo. El pop francés tenía baluartes que superaban en implicación social a cualquier otro lugar del mundo, Hasta los actores de ese nuevo cine, como Jean-Louis Trintignant, llevaban una proclama a sus espaldas, todo lo que se respiraba en aquel Paris rezumaba a vanguardia, a la condensación de espíritus libres.

Ni en España, ni en Italia, si siquiera en Inglaterra o Estados Unidos, había tal necesidad de transmitir posicionamientos; Serge Gainsbourg, Michel Polnareff, Françoise Hardy en la música, entre otras docenas de nombres, François Truffaut o Jean-Luc Godard en el cine, por solo poner dos grandes ejemplos, todos los escritores que partían de las enseñanzas del dadaísmo o el surrealismo, la pintura, un tornasol cultural que tenía en la capital francesa un abono inagotable de talentos y mentes despiertas y tremendamente lúcidas.

Y allí estaba Jacques Dutronc, que lo tenía todo, todo. Compositor, activista, crítico con todo lo que le rodeaba y poseedor de una imagen atrayente e irresistible, Dutronc comienza a escribir para una de las musas de aquella generación, Françoise Hardy, a ella le regala varios éxitos, pero es en 1966 cuando conmociona a todo el mundo con una expresión musicalizada de la individualidad, un vómito contra la mecanización socialista que atribuye todo el poder al pueblo, sin importar las personalidades que lo conforman. Dutronc dicta el hecho diferencial de los pensadores, puede haber un millón de soviéticos, pero ahí está él, él, él; pueden existir pululando doscientos mil marcianos o veinte millones de sudamericanos, pero junto a ellos, estoy yo, yo, yo. Una de las mejores canciones de la historia, sin tapujos ni contemplaciones, es ésta “Et moi, et moi, et moi”, a la que le suceden otras igualmente imponentes, todas con un enrevesado criterio de selección de ideas, que aplastan la dictadura del movimiento que no acepta lo diferencial, prefiriendo siempre el modelo Bakunin que el de Lenin, pero igualmente envenenando sus textos con la malévola (y magistral) influencia de Baudelaire, Voltaire o Artaud.

En aquellos primeros años, las letras de sus canciones las firmaba Jacques Lanzmann, antiguo secretario de Jean-Paul Sartre, pero Dutronc las corrige a su antojo, hasta que lo acaba dominando todo. Mordacidad en “Les Pay-boys”, “Les cactus”, «J’aime les filles», con la consiguiente acusación de cierto nivel de misoginia, a pesar de que demuestra en su vida real todo lo contrario, sino que se lo pregunten a su amante Hardy, con la cual forma la pareja de moda en el 67, hasta que se acaban casando, a principios de los ochenta, ¿acto inexplicable a esas alturas?. «Le plus difficile» y “Le responsable” son dos hitos más para una carrera que asciende meteóricamente y sin perder un ápice de integridad. Gainsbourg le pide ayuda para remodelar su trayectoria y por ello comienza a escribir música para redondear las letras del propio Serge. Pero no hay nada como sus propias canciones, que se suceden en singles y en LP’s que nunca titula.

Además de esto, su evolución como actor de carácter le granjea admiración por doquier; es un hombre hábil y sabe entender a la cámara, que le ama desde el primer fotograma, una faceta que le hace filmar más de treinta películas, la mayoría de corte independiente, donde se mueve cómodo por su actitud declamatoria.

Jacques Dutronc es insustituible, el mejor de aquellos músicos de pop francés que vertieron en unas canciones toda una idiosincrasia, un pensamiento de compromiso de alto octanaje, sin dejar de lado el valor melódico como vehículo. Incluso ahora sigue entregando discos de difícil digestión, por cuanto son agitadores, insurrectos y crudos, alimentados con esa forma de vivir que ha hecho de él un envidiado gurú de una generación que tuvo que lidiar con dos bandos de intolerancia, una izquierda ortodoxa, poco proclive a la comprensión individualista y una derecha que miraba con recelo y de reojo a aquellos instigadores de vehemencia maravillosamente atrevida.

Jacques Dutronc, en todo caso, estuvo siempre por encima de todo esto, es tan irreverente y tan superior que se la trae al pairo cualquier definición que le puedan acuñar, teniendo en cuenta aquella proclama del 68, “definirse es morir”, totalmente de acuerdo para quien esto suscribe.

Mis ídolos, capítulo 15: Raymond Chandler

Hasta no hace muchos años se consideraba a la novela negra como una literatura menor, algo así como una segunda división, maltratada por la crítica literaria y vilipendiada por la élite de escritores que repudiaban esa forma de narrativa. Ocurría algo parecido con las novelas western, donde Zane Grey era el rey, aunque ahí debo decir que la comparación es mucho más que odiosa.

El cine negro reivindicaba constantemente a esos autores que trabajaban casi de forma estajanovista para cubrir las necesidades editoriales y también las entregas semanales que hacían a los dominicales de ciertos periódicos, que es donde cabían aquellos escritos sobre traiciones, malos de verdad, esposas infieles que planean asesinatos impunemente, perdedores a los que les caen muertos por doquier y demás personajes del lumpen americano.

Ahora mismo la novela negra es uno de los géneros mayor valorados, con más adeptos y un innumerable elenco de escritores que la bordan, sean de donde sean (en España hay, por cierto, un gran nivel). Cabe recordar que Humphrey Bogart ha hecho mucho por la labor, al encarnar algunos de los mejores detectives de aquella generación, que se solía mover por una California atestada de mafiosos de poca monta, carne de presidio u otras formas de personalidades sórdidas.

Raymond Chandler era todo un fenómeno, su vida es en sí misma una historia truculenta y jugosa; nacido en Chicago e hijo de un hombre violento y alcohólico, vio como su madre era maltratada constantemente hasta que, con la ayuda de un tío de ella (ejem, el clásico tío que todos conocemos que acaba ayudando a su “sobrina”) logra divorciarse y se largan a Inglaterra, para que Ray tena una buena educación literaria, ya que el chaval apunta maneras. Con una rígida educación moral, al ser el ínclito tío un cuáquero irlandés de pro, Ray se prodiga en sus habilidades como reportero y comienza a trabajar en el London Daily Express y en algunas otras publicaciones, se nacionaliza británico y coquetea con el ejército, hasta que acaba hastiado de los militares y piensa seriamente en regresar a su país, un poco cansado del carácter inglés.

A su vuelta a los Estados Unidos, recala en San Francisco y, posteriormente, en Los Angeles, la ciudad donde se abre todo un mundo para esa nueva generación de escritores de corte policíaco, lanzadera para guionizar películas que se comienzan a rodar en la floreciente industria cinematográfica del momento (estamos hablando de principios de los años treinta). Después de una relación tumultuosa, acaba casándose con una amante casi veinte años mayor que él, con todos los problemas que le había acarreado el hecho de que ella fuera una mujer casada y con la familia en contra.

Cuando comienza a escribir novelas, se le descubre una prosa muy imaginativa y poética, en contraste con la mayoría de congéneres, que son más directos, menos estéticos. Los diálogos que utiliza poseen un grado de cinismo considerablemente atrevido, además de ironizar con la propia sociedad y los estereotipos. Su principal actor es Phillip Marlowe, que me recuerda enormemente a un personaje del cómic, Spirit (mirad mi sección de ídolos capítulo 13, Will Eisner), es decir, un hombre honesto, luchador y comprometido con la lealtad, en la medida de lo posible, contra el poder que lo corrompe todo y que crea asesinos a sueldo para ajustar cuentas a los que se levantan en signo de protesta. Marlowe es un descreído también, porque sabe que se la van a devolver, que nadie sale airoso en su lucha contra la injusticia y que el político en alza, el jefe de policía o el mentecato de turno se emplearán a fondo como títeres que son de esta sociedad manipulada por el dinero manchado de dolor y miserias. Junto a Marlowe se encuentran otros combatientes de la mierda cotidiana, como Sam Spade (el personaje de Dashiell Hammett, inspirador de Chandler), o Lew Archer (perteneciente a otro glorioso escritor, Ross Macdonald), detectives que huyen del cuerpo policial por cuanto ahí se encuentra parte de dicha corrupción y basura mundana.

Muchas de las obras de Raymond Chandler las conoceréis en su versión cinematográfica, además de porque han sido películas supremas, “El sueño eterno”, “La dama del lago”, “El largo adiós”, “La dalia azul”… o el guión que realizó para una peli de Hitchcock en su etapa británica “Extraños en un tren”, inconmensurable obra maestra y la adaptación de una obra de James M. Cain para el film de Willy Wilder “Perdición”.

En muchas de sus novelas se ve impreso un alto contenido de ética, en donde la amistad y el amor forman parte de un ente inquebrantable, que solo los monstruos deciden atacar con sangre y dolor, estafas, chantajes y mentiras. Marlowe tiene que lidiar con todo ello y siempre lo hace con el corazón compungido, tras ver tanta porquería en los altos estamentos públicos.

No tuvo un gran número de novelas, pero todas ellas son ejercicios de calor humano en donde la transgresión literaria se aferra a unos diálogos sorpresivos (interpretados de forma brillante por Bogart y Lauren Bacall en la gran pantalla), unos guiones enrevesados y ágiles, junto a una melancolía por la bondad que apabulla.

Raymond Chandler sufrió innumerables depresiones al fallecer su mujer que, como he comentado antes, le llevaba una diferencia de edad bastante grande, intentó suicidarse en un par de ocasiones y acabó alcoholizado, preso de las mismas miserias de las que escribía, solo y roto por dentro. Sus historias son arquetipos de la cronología negra que ha decorado los mejores filmes de éste género y eso ya es mucho decir.