La fascinación que ejercen los ajedrecistas sobre las reacciones humanas se debe a sus posiciones sobre el tablero de la vida, son estrategas del devenir diario y, de alguna forma, un poco sociópatas; a mi me asustan y me seducen al mismo tiempo, probablemente porque veo en ellos un modus operandi extrañamente racional, aunque esto conlleve contradicciones. Me gustaría adivinar su comportamiento en situaciones como la que estamos atravesando, sus movimientos, agazapados sobre su próxima decisión, esperando sorprender al contrario, a la vida misma y saltando como alimañas sobre la ficha que les amenaza. Recuerdo, sobre todo, a Bobby Fisher, un genio que elucubraba de tal forma que acabó convertido en un monstruo de convicciones aberrantes, un judío, hijo de comunistas, que estaba convencido de su tremendo anti semitismo y de que la Unión Soviética desmenuzaba cerebros para llenarlos de movimientos de ajedrez. Fue repudiado por los rusos, por los americanos y su figura es digna de un estudio psicológico concienzudo. Pero en realidad era un excéntrico que jugaba al ajedrez con la existencia, con los pensamientos y con los miedos, que le circundaban constantemente. Bruno Ganz, inmenso como es habitual, protagonizó “El jugador de ajedrez” en 1978; aquella película formó parte de mi nutriente intelectual en mi adolescencia, pero he tenido que revisar datos, ya que pensaba que había sido dirigida por Fassbinder, palabras mayores, cuando en realidad estuvo en manos de otro gigante alemán, Wolfgang Petersen. En este film se retrata el temor al enfrentamiento, la duda sobre presentimientos que nos invaden a cada momento, esa reválida interior que sufrimos antes de un movimiento para capturar lo que necesitamos, o a quién necesitamos. Un tablero de ajedrez contiene 64 casillas, pero esconde miles de jugadas, muchas de ellas nos enfrentan a nuestras propias temeridades y ellas desnudan o descarnan ese interior que ansiamos conservar. Ahora eso ocurre de forma descarnada, bofetada tras bofetada, sin saber a quién puedes abrazar, porque no hay a lo que aferrarse. Yo nunca he jugado al ajedrez, bueno, sí, un poco, pero era rematadamente malo, impulsivo, frenético, temperamental, me gustaba el rock ‘n’ roll y no los cuartetos de cuerda de cámara, a ver si me explico; que era poco proclive al engaño, porque de eso se trata en este juego, de la engañifa, de parecer que haces un movimiento, incluso sacrificando algún acólito, para vencer insultantemente, si puede ser, al contrincante. Me parece feo, muy feo, eso de la burla, de la supremacía, aunque ésta se maneje desde el coeficiente cerebral. Y todo esto lo pienso porque muchos políticos no saben jugar bien la partida, engañan sin tapujos, sin ofrecer una moneda de cambio que atraiga a los incautos y todo pese a que me congratulo de que hoy ha acabado teniendo razón el hecho de que, incluso con la ayuda de los no predilectos, se aparta a los intolerantes, ignorantes y belicosos hijos de la España tremebunda de hace ya muchas décadas. El cazador es capturado por el juego. Buenas vibraciones!