Como es habitual, suelo poner diversos post en Facebook; son cosas cortas y directas, estados anímicos instantáneos.

El caso es que mucha gente me ha pedido que los reúna y los coloque en mi página. Y esto es lo que estáis leyendo.

Doy las gracias a tod@s los que me habéis instado a reunir estos pequeños comentarios cargados de emoción y directamente lanzados desde el corazón a través de la red.

Dennis Wilson

Cuando escribí aquél pseudo libro sobre los Beach Boys (digo eso porque no me dejaron escribir más de sesenta folios, una minucia comparado con las cosas que se podían decir sobre ellos), contacte con la gente de Moonlight Records y me estuvieron hablando sobre las relaciones verídicas entre los hermanos Wilson.

Dennis era el más conflictivo de todos, único practicante del surf, guapo y con tremendas relaciones (perteneció a la familia Manson, sin ir más lejos). Pero escondía en su cerebro unas estructuras melódicas distantes a las armonías beachboynianas que no pudo cristalizar hasta bien entrados los 70, con un enorme disco titulado «Pacific Ocean Blue». Poco tiempo después grabó lo que sería su segundo Lp en solitario, «Tornado», que nunca llegó a ver la luz en su día. Cuando lo estaba terminando optó por cambiarle el título, «Bambu» sonaba a caribeño, a relajado e incluso a oriental, a zen.

Yo tenía en ediciones bootleg dichas grabaciones y, en una reedición en CD del Pacific, se incluyeron parte de estas sesiones.

Pero ahora, gracias al Record Store Day, existe una edición definitiva en vinilo verde, que me ha devuelto las emociones con ese disco, esa amalgama de intensidades sentimentales que le equipara a Lennon en muchos momentos, a The Band en otros, a Randy Newman, Leon Russell… esas pequeñas antípodas de sus otros dos brothers.

Dennis se fue en un error de cálculo, pero sus enormes cantidades de genio oculto trascienden los años y se asientan en cosas tan bellas como este disco, con el que vuelven a acúarseme los ojos.

Aviador Dro

A menudo nuestro subconsciente juega con nosotros; a mi me ocurre que él se obstina en asociar artes distintos en una comunión imposible para regocijo de los recuerdos.

Creo que, en muchas ocasiones, vivimos de los recuerdos y de las cosas que atravesaron nuestro camino dejando huella.

Fijaos que llevo una obsesión durante años que siempre me asalta cuando coinciden ciertas circunstancias.

“Gattaca” ha sido una película que me ha marcado. No es un film de nivel exquisito, ni siquiera tiene un ritmo candente, pero esa conjugación de esperanzas en una sociedad totalitaria, influenciada por las novelas de Aldous Huxley o Philip K. Dick, me parece brillante, así como la relación entre los distintos protagonistas, condenados a mantenerla por razones de presión.

Y una canción siempre me trae el recuerdo de esta película. Quizá por la formulación de una sociedad tecnológica desprovista de sentimientos, una sociedad a la que vamos avocados sin remisión.

Yo nunca fui un fan de Aviador Dro y sus Obreros Especializados; me hizo gracia la temática retro futurista un tanto cutre de sus vestimentas, la copia de Devo era patente. Pero tenían letras interesantes, como aquella “Nuclear sí”.

Pero “Programa en espiral” es otra cosa, una canción de amor en un mundo de superdotados, un mundo devastado por lo maquinal, donde las funciones emocionales están condenadas por norma. Fascismo y comunismo exacerbado dandose la mano en una tumba humana que se llama vida. Creo que “Programa en espiral” es, de alguna forma, un poco “Gattaca” y lo cierto es que es muy anterior a la grabación del filme, con lo que la relación es exclusivamente personal e imaginaria.

Me sigue encantando la canción, que está en las antípodas del sonido que me suele interesar, ya que, lo reconozco, el rollito “tecno” me chirría. Pero me apasiona la canción y la pequeña historia de amor en ese mundo hostil a los sentimientos que se palpa en la canción y en el filme.

Anoche la pinché en Electropura, no pegaba nada con todo lo demás, pero yo me sentí feliz por unos minutos.

“Hemos ido a nadar a la piscina de simulación de agua marina. Cientos de hologramas de pequeños peces, se enredan en tu pelo trasformado en redes y en espiral. Estás muy bella esta noche.”

Imelda May

Atrapada en un estereotipo que encierra su verdadero carácter, Imelda May lucha contra el recurso fácil que ha empleado siempre la crítica con ella. Es, además, una mujer, y una mujer con idiosincrasia propia, a pesar de que siempre la han colocado en la órbita de su marido, un simple guitarrista que estaba involucrado en la banda de acompañamiento que utilizaba durantes sus años de apogeo, nada más, o igual nada menos, pero eso no es relevante.

Con una etiqueta colgada del cuello, como una res preparada para asistir a su recta final en el matadero, Imelda asentía y acataba la ingrata tarea de ser la musa del nuevo rock ‘n’ roll, como si su personalidad no fuera suficiente como para darle la enjundia necesaria y justa a su talento. No podía escaparse, el control al que estaba sometida la constreñía incesantemente.

En los cincuenta, vale, infinidad de mujeres acataban esa desagradable función que las refrigeraba en un congelador de talentos, a expensas del potencial masculino, proclive a la testosterona del rock. Pero ahora parece, además de impropio, una ignominia.

Imelda May tuvo que soportar las argucias de su compañero sentimental, inclusive cuando ella era quien soportaba las dotes de creación. Pero eso es otra de las sangrantes epifanías de la mujer en el arte, por muy modernos que seamos. Sí, somos unos hipócritas, somos unos desalmados que solo queremos ver caras bonitas embadurnadas de sumisión.

Imelda es fuerte, atrapa el espacio del presente y lo exprime con sabiduría y paciencia; se libra de la carga hermética de su marido, que solo le ha dado un quebradero de cabeza más, aunque querido (su hija) y reanuda una carrera con nuevas vías.

Su extremada belleza, ocultada por un tópico tupé de pin-up hasta demodé, lo sustituye por su rostro auténtico y por una imagen de mujer apoteósica, como ella es en realidad. Y publica su nuevo disco, un continente de ambientación soul con un contenido de imaginería pasional, de esa que transmite palpitaciones de sinceridad.

A mi siempre me ha excitado Imelda May, en todos los aspectos, pero ahora, por si fuera poco, siento una admiración sin paliativos a su persona.

Ella dijo que una canción la tornó en ese monumento a la emoción que es ahora, una canción de Billie Holyday, “Im A Fool To Want You”, que reza así:

“Soy un tonto por desearte

Soy un tonto por desearte

Querer un amor que no puede ser cierto

Un amor que está ahí para los demás también

Soy un tonto para sostenerte

Un tonto que te abrace

Para buscar un beso que no es solo para mi

Para compartir un beso que el Diablo ha conocido

Una y otra vez dije que te dejaría

Una y otra vez me fui

Pero entonces llegó el momento en que te necesité

Y una vez más tuve que decírtelo

Soy un tonto por desearte

Me compadezco, te necesito

Sé que está mal, debo estar equivocado

Pero para bien o para mal no puedo estar

Sin Ti

No puedo estar

Sin Ti.”

Bendita seas, irlandesa.

Roderick Falconer

Dos de las aptitudes de glam de los 70 estaban relacionadas con la estética; había que ser muy felino, casi femenino, todo era disfrazado con un crisol de colores y purpurina que unos pocos estampaban contra paredes de ladrillos ennegrecidos por las macarradas de turno. A ver si me explico; en muchos momentos aquel mal llamado “Gay Power” era un producto conducido por la avispada industria del entretenimiento. Había que ser gay con medida, lo mariquita tenía su gracia; menudos cabrones sin escrúpulos. Cientos de muchachos en la Inglaterra ostrácica e intolerante con los movimientos homosexuales vieron una válvula de liberación en aquellos lamés, aquellas cabelleras de colores y aquella actitud abierta e indisciplinada. Libertad, respeto, por fin, al fin… nada más irreal y fatuo, pero de algo sirvió.

Bowie, siempre Bowie y, un poco más atrás Marc Bolan, cambiaban cromos de actrices de Hollywood de bajo relieve, series de televisión muy politizadas y literatura futurista de actitud rebelde para cauterizar heridas eternas con la sociedad bienpensante de la pedorra reina esa de mierda y sus secuaces del (ahora) brexit. Putos ingleses revestidos de modernidad que solo siguen creyendo en la arrogancia y en las diferencias clasistas.

En aquél instante de glam irreverente surgió Roderick Falconer, hizo tan solo dos discos y nadie le entendió. Sus visiones apocalípticas y certeras de una sociedad a la que vamos en un destino universalista, no causaron el aviso que intentaba contagiar.

Roderick hablaba sobre nuevas naciones, regidas por oscurantismos políticos, imagen fascista y designios constructivistas también cercanos al leninismo exacerbado. Eran secuencias devastadoras que no parecían encuadradas a la frivolidad del glam y, sin embargo, se sustentaban con ese sonido. Sus dos Lp’s han pasado los años con rencor, ese que le sirve para sentirse agrio con todos, porque se lo negaron todo, especialmente el reconocimiento de sus composiciones, vibrantes y sensibles, de sus textos, aventurados y premonitorios, por no hablar del contexto global de esos dos discos, que ahora parecen terriblemente modernos. Una angustiosa visión de ese mundo de pasado mañana (que está al caer si no hacemos algo por evitarlo, ya veréis). Aún recuerdo el guiño que hizo con el “Play It Again” a Casablaca y ese ansia por combatir la herejía del terror neo nazi que comenzaba a aparecer en aquellos muchachos rapados del National Front… o ahora mismo de Le Pen, o de otras químicas cáusticas de la nueva Europa. El regreso que intentó a principios de los ochenta ni siquiera le sirvió para que fueran rescatadas aquellas dos gemas.

La injusticia es tal que ni siquiera están reeditadas esas dos obras de arte.

La tumba del arte está abierta a las propuestas inteligentes., estamos cavando fosas sépticas constantemente para ello.

Grateful Dead

Cuando escribí, para Rockdelux, la sección de los discos de Chuck Berry, recordé, aunque de soslayo, que las generaciones hippies a finales de los sesenta se sintieron afines a su personalidad. Era extraño corroborar que el de San Louis dejó su impronta a aquellos furibundos combatientes de la libertad expresiva y fue una de las figuras reconocidas por los chicos de las flores.

Pero era una consecuencia lógica, por cuanto Berry fue perseguido y condenado por la ley (bueno, digamos que tampoco era un angelito) y eso ayudó a ser de alguna forma idolatrado por aquellos que se enfrentaban constantemente a los poderes establecidos y a las normas de convivencia estereotipadas.

Los descomunales Grateful Dead, el grupo triunfador de la escena hippie de San Francisco, eran unos devotos de Chuck; en cada uno de sus conciertos recuperaban clásicos del repertorio de Berry y fueron los primeros en recordar de donde venía el sonido eléctrico de las guitarras.

Sigo quedándome estupefacto al comprobar que Grateful Dead fueron un grupo de éxito, de éxito mundial además. ¿Desde cuando una banda con esa tesitura, esa improvisación y esas constantes ácidas puede ser un grupo de consumo masivo? Es una incongruencia, pero lo es más en el tiempo que nos ha tocado vivir, que nos deja ver con claridad el hecho de que otras décadas fueron más activas culturalmente. Ahora somos apáticos y el consumo está inclinado hacia productos de dudosa calaña, por no decir de nivel despreciable.

Me gusta recordar los directos orgiásticos de los Dead, con la guitarra cósmica de Jerry Garcia y la voz de Bob Weir, que parecía más un susurro que una garganta pletórica de potencia.

Y siguen siendo una banda de culto, las calles de Haight y Ashbury resplandecen con las tiendas cargadas de parafernalia para Dead Heads, las camisetas tornasoladas de explosiones psicodelicas, la música que planea sobre una ciudad cargada de recuerdos caleidoscópicos.

En fin, que me quiero escapar a San Francisco y desaparecer, desaparecer entres las brumas de Marina, junto al Golden Gate.

Animals

El carisma de Eric Burdon se destapó durante casi tres décadas, avanzando por terrenos insospechados y cambios constantes, hasta que su propio derroche psíquico le llevó al abismo.

La prodigiosa garganta de Burdon comenzó a hacer de las suyas al norte de Inglaterra cuando los jóvenes londinenses ya habían creado su paraíso particular en el Soho. En Newcastle las cosas no eran fáciles para un muchacho menudo y rematadamente feo, pese a poseer una voz inigualable, de cadencias negras por cierto.

Eric alcanzó una merecida notoriedad con la comunión sonora de la psicodelia, con sus nuevos Animals y la experiencia de Hendrix… ¿Are you experienced?, Yes I am. Luego se metió de lleno en el lodo negro y, junto a War, cristalizó momentos geniales de funk sudoroso atrapado en ambientes de Blaxploitation. Posteriormente, su bajada a los infiernos del alcoholismo y desesperación, le levaron a perder su compostura.

Poco duró su primera etapa, la que le llevó por carreteras de herencia negra clásica, blues, R&B y algunas gotas de beat para establecer equilibrio. Fueron los Animals a secas, sin que su nombre fulgurara por encima de los demás, que para eso estaba también Alan Price.

Recuperar aquellos primeros momentos de The Animals es una opción suficientemente satisfactoria como para emplearse a fondo, especialmente ahora que, aprovechando el Record Store Day, se han publicado un par de discos recogiendo grabaciones de la BBC que te ponen los pelos de punta; momentos como “Don’t Let Me Be Misunderstood”, una canción de angustia y amor, una canción de incomprensión, de soledad adquirida por error, de lamento y de perdón no aceptado, es un ejemplo preclaro de esa tensión que sus cuerdas vocales hacen que la tome como mía, exclusivamente mía.

Al & Janis

Janis Joplin fue una mujer que embriagaba con sus suspiros; dicen que ella tocaba el viento, lo acariciaba, dejaba su aroma sobre él y este lo transmitía para el deleite de quién se enamoraba de ella. “She’s like a bird in the sky”, volando, volando y dejando su perfume, su esencia… Janis enloquecía a quien la conociese; era una musa, su sonrisa, su voz resquebrajada y sus gemidos. Janis defendió su derecho a equivocarse. Tras cada concierto decía que ella se iba a la cama con su soledad hasta que alguien le destapara esas esencias de mujer inmensa que poseía.

Los amantes de Janis fueron muchos y ninguno le impregnó su piel; no tuvo suerte, éxito sí, pero no suerte… Leonard Cohen estuvo cerca, pero Al Kooper seguramente le hubiera hecho feliz. Al tenía complicaciones personales, es largo de contar, pero estuvo a su lado mientras ella se lo permitió y, luego, acabaron añorándose.

El segundo grupo de Al Kooper, tras los sórdidos Blues Project, fue Blood, Sweat & Tears. Con estos solo grabó un Lp, un hallazgo de texturas bluesy, jazzisticas y pop a partes iguales, en un cocktail que rezumaba fiebre y candor al mismo tiempo.

Al dedicó una canción a Janis que, tras miles de escuchas, me sigue produciendo la misma sensación de ansiedad, dolor, penumbra y desesperación que la primera vez que la escuche o, mejor dicho, la primera vez que supe qué decía.

Es una canción en la que Al llora, sabe que Janis no es suya; en su búsqueda, ella encuentra otros amantes que ni la llenarán ni hallará consuelo en ellos, pero Al es historia, Al pierde, ella pierde también, pero no lo sabe.

Y Al Kooper le escribe “I Love You More Than You’ll Ever Know” (“te amo más de lo que nunca llegarás a saber”), en su letra hay resignación, no le queda espacio para la esperanza. Seguro que Janis hubiera recapacitado, si hubiera tenido la oportunidad de hacerlo.

Zombies

Cuando Bernardo Bonezzi escribió “Groenlandia” no fue consciente del diamante de retro pop que había creado. Una canción perfecta, sin aristas, con los estribillos justos, las melodías envolviéndola, las voces sin estridencias. Una canción de amor redonda y magistral.

Fue una de sus primeras composiciones y estuvo incluida en el primer Lp de los Zombies.

Cada vez que la escucho me trae unos recuerdos imborrables y me encanta pincharla e incluso cantarla. Recuerdo algunos momentos estelares con esta canción en Electropura, Calypso o Magazine.

Lamentablemente, Bernardo se perdió entre sus ínfulas de grandeza y desperdició su talento en proyectos fallidos y bandas sonoras de películas que no justificaron su abandono discográfico. Quedaron, pues, aquellos dos primeros discos de Zombies, injustamente nunca reeditados, donde se encontraba esa canción en la que Bernardo buscaba por todo el mundo a su amor perdido.

“Y yo te buscaré en las selvas del Borneo, en los cráteres de Marte, en los anillos de Saturno…”

Al Green

Me estoy volviendo loco para encontrar un artículo que escribí sobre Al Green hace ya bastantes años. Estaba convencido que fue para Rockdelux, pero ahora ya no lo tengo tan claro.

Y me fastidia, porque recuerdo que me salió muy bonito y me gustaría compartirlo, incluso en mi web.

Ayer, casi por casualidad, volví a escuchar “Belle”; para muchos puede que no sea su mejor canción, pero a mi me emociona hasta el punto de erizar mi vello al instante y provocar cascadas húmedas en mis ojos. “Belle” es ella, por la que Al se desmorona, es una canción tórrida donde el contingente sexual acude y se insinúa a cada instante. La producción de Willie Mitchell es un aditamento sustancial (que se lo digan a Ann Peebles), es el sonido de otro Memphis, ese que los negros decoran con jadeos y sensaciones de calor que abrasa las entrañas y moviliza pubis.

Al Green poseía en don de la autocontención, al contrario que otros cantantes del sur, sobre todo los que habitaban Atlantic o Stax, que se explayaban a cada instante, Al tenía mesura; su voz nasal sugería más que mostraba, siempre esperaba casi hasta el último instante para derrochar su falsete de locura y lanzar una punzada directa al estomago del oyente, que subía hasta el corazón y se convertía en dolor. El dolor que Al Green impregnaba en sus canciones, casi todas de amargura por el amor perdido irremisiblemente, ese que nunca volverá a tener (aunque, todo hay que decirlo, este tipo era un elemento bastante mujeriego, hasta que vio la luz divina y se convirtió en predicador… pero eso es otra historia). Mitchell está grandioso en los arreglos, cuando menos te lo esperas, una oleada de violines nos derrite en un ataque sin tregua de sentimientos. Es precisamente eso, el sentimentalismo que Green consigue en los últimos segundos, cuando su garganta proclama con tesón la rabia y el dolor que le produce la pérdida, por eso recurre a la religión, como válvula de escape. Y no podemos sino rendirnos ante tal exceso de tristeza.

Doug Kershaw

Doug Kershaw es un hombre de Louisiana, nacido en una parroquia de Cameron y alimentado por cajunes, que inocularon el veneno de la música en sus venas desde bien jovencito.

Johnny Cash lo descubrió a finales de los sesenta y él continuó haciendo discos hasta bien entrada la década siguiente. Doug componía, cantaba y tocaba el fiddle con ese sabor especiado de los músicos del sur, especialmente de los músicos que viven en los pantanos, con caimanes y mosquitos del tamaño de un aeroplano. No pican, dicen; no picarán a los de allí, porque si un europeo blanquito acampa por aquellos lares, le fríen a torpedos.

Me daréis las gracias si os descubro a Doug Kershaw, un fenómeno cajun que hace del country una nueva forma musical nutrida por las experiencias de los que huyeron de Canadá y se refugiaron en un supuesto territorio hostil en la Lousiana más profunda.

De nada.

Randy Newman

Una tradición habitual en la música americana es la de los compositores que fabrican hits para otros. Muchos de esos compositores participaron en la explosión del pop a principios de los sesenta; factorías en las que trabajaban constantemente, casi de forma estajanovista, para crear y crear éxitos destinados a las listas de ventas multitudinarias.

Posiblemente, los más reconocidos fueros las parejas que unían su talento y su relación personal, ya sabéis, Carole King y Jerry Goffin, Ellie Greenwich y Jeff Barry, Cynthia Weil y Barry Mann… Los resultados fueron espectaculares y algunos sellos discográficos se frotaban las manos recogiendo la cosecha. Los más avispados comenzaron en esto y reclutaron otros compositores para agrandar su fama, ese fue el caso de Phil Spector, que se agenció la creatividad de Leon Russell, Harry Nilsson o Jack Nietzche. Mientras tanto, algunos de esos compositores comenzaron a ver la luz y se fueron transformando en intérpretes. Fue en ese momento cuando comenzaron a sembrar para luego recoger de manera que no fueran explotados por compañías sin escrúpulos. Entre estos estaba Neil Diamond o Randy Newman.

Randy es y será uno de los grandes artífices de la música sureña estadounidense. Sus canciones decoran toda una generación y describen con precisión, crítica y pasión partes de América que viven bajo prismas distintos; inspirado en sonidos añejos, como el Ragtime o el Blues, Newman sumerge sus discos en ese ambiente cargado de estigmas raciales, rebeliones religiosas, pantanos que se desbordan y comidas plenas de especias.

Hace algunos años elegí un disco de Randy Newman para mi libro de “Discos Ocultos”, fue “Little Criminals”. Igual no es el más sobresaliente de su carera, pero como toda elección, era una apuesta subjetiva sobre un trabajo que, a mí particularmente, me llegaba directamente al corazón. Lo cierto es que, probablemente, los siete u ocho primeros discos que firmó son tan colosales que cualquiera podría estar entre los momentos más relevantes de la música que ahora mismo recibe el calificativo de “americana”; desde su debut, en el sesenta y ocho, hasta logros excepcionales como “Sail Away” o “Good Old Boys” (el favorito para la crítica). Posteriormente se dedicó a componer bandas sonoras de films costumbristas con grandes dosis de posicionamientos raciales.

Yo, he de reconocerlo, me muevo siempre por emociones, por sentimientos que me provoquen sensaciones, placenteras o dramáticas, eso es lo de menos, pero necesito que un artista me transmita esas sensaciones. Randy Newman ha provocado en numerosas ocasiones que mis ojos se llenen de lágrimas, mi estómago se encoja y mi corazón se acelere; es lo que tiene ser tan débil (aunque me guste serlo).

Gracias Randy, te amo.

Choose Me

Ya sé que es un film muy de los ochenta, pero no puedo resistirme cada vez que escucho su introducción, Teddy Pendergrass, brotherly in Love, el sonido de Philadelphia. Sexo, hermandad y raza, los Panteras Negras también aman, ¡y cómo!

Alan Rudolph hizo una película sensacional, con un reparto del que te enamoras al instante. El enigmático y seductor Keith Carradine (qué guapo está, rediós), la exuberante Lesley Ann Warren y un bar que trae recuerdos a los que lo habitan.

Elígeme, baby, que sea yo quien gana tu tesoro. Eve, quédate con Keith, es más guapo y sabe divertirte. Teddy la canta, Lesley la baila y Keith dice que no recordaba lo que era besarla. Pues adelante, es Choose Me, una peli que me sigue enloqueciendo. It’s hot tonight, baby, choose me.

Escuchad la canción… y sentid el calor.

The Knick

Vivimos unos tiempos en los cuales la pericia de las cadenas de televisión copan la audiencia en busca de poder. Es la eterna historia de los sponsors, de los índices de audiencia y de los premios.

Pero los consumidores salimos ganando; hace años solo escasos momentos televisivos nos procuraban sensaciones interesantes, Twin Peaks, Frasier, Soup… ahora son las series las que nos atrapan, con grandes nombres que fulguran en nuestras retinas, directores de renombre y personajes que seducen nuestra atención.

Tengo que reconocer que estoy vibrando con series de televisión bestiales, “El hombre en el castillo”, “Big Little Lies”, “Feud”, “Taboo” y, sobre todo, “The Knick”, una ejecución implacable de estilo que se rubricó entre el 2014 y el 2015 enfocando una escena hospitalaria a principios del siglo XX.

Steven Sodenberg es quién dirige las dos únicas temporadas de esta maravilla, que refleja una etapa sórdida de la medicina, con inclinaciones adictivas en los médicos, enfoques de envidias y de golpes raciales, con una explícita descripción de la vida que se palpaba en aquellos hospitales de Nueva York, cargados de estupefacientes e investigadores en busca de salidas.

Sí, es una serie dura, es una serie que muestra escenas escatológicas, pero es una barbaridad en su tempo y en ese ritmo que atrapa y centrifuga la acción.

Ciive Owen está para comérselo; ya sabemos que es un actor de carácter, pero es que aquí le amas profundamente, su personaje de John Thackery es insuperable.

En serie que me ha subyugado esta serie que, inevitablemente, no oferta un fondo de color de rosa.

Descubrir de nuevo a Owen y al mejor Sodenberg es una aventura gloriosa.

Joan Jett

Joan Jett es una mujer portentosa, ha luchado toda su vida contra los estereotipos y los cánones de la belleza impuesta para hacer babear y ponérsela dura a los botarates que piensan que las chicas con guitarras solo están para decorar portadas de discos y provocar sueños húmedos.

Desde sus comienzos con las Runaways, siempre oscurecida por Cherie Currie (la monina de turno), ella se ponía en la sombra, lo suyo era componer y tocar la guitarra. Kim Fowley las ideó, como una mezcla de Glam y proto-Punk efectivo y efectista, el resultado fue esperanzador en su primer disco y algo menos interesante en la secuela.

Pero Joan inició una carrera ejemplar, intentaron colocarla como una rockera guapa y excitante, cosa que, inevitablemente, era; pero había mucho más, mucho talento y actitud y nunca se dejó manipular.

Se ha hablado constantemente de sus inclinaciones sexuales, idiotez opositada por el gremio masculino de mezquinos condecorados con la medalla de la idiotez. Sí, se le han conocido amantes de ambos sexos y, al final, ha decidido estar más cerca del suyo, ¿os extraña?

Genial, inspirada en el glam de los 70, con guiños a Gary Glitter, T. Rex o sus adorados New York Dolls (amiga personal de Johnny Thunders, ahí es nada!), también de la nueva ola y el punk del 77.

A mediados de los 80 intentaron comercializarla, con producciones muy de aquellos años, pero ni con esas.

Una de mis canciones predilectas, amor y odio en una balanza y un poquitín hortera (mucho, la verdad, pero I like it, babe!!!) para gustar a las masas. Lo dice claro, “I Hate Myself For Loving You” y lo dice cabreada, como no puede ser de otro modo.

Peter Perrett

Veneno en la sangre, pasión en el corazón, cerebro deteriorado y ganas de explotar.

Peter Perret, el espectro que dejó caminos heridos con sus Only Ones, que estableció un puente entre la vida y la muerte y nunca supo salir airoso durante esas etapas en las que te miran de soslayo, huyen de tu compañía y acaban condenándote al ostracismo.

Petet Perrett estuvo involucrado en aquél sobresaliente “So Alone” de su íntimo partenaire, otro fantasma entre las sombras, Johnny Thunders.

Ni un solo disco de Perrett se encuentra por debajo del notable, esto es así de clarificador.

“Las venas de mi amigo están ardiendo”, cantaba un grupo madrileño hace años; semblantes de autopistas al infierno, hospitales y heridas sin curar, poemas de desolación, chicas que se buscan en otros planetas (¿encontraría Peter aquella “Another Girl, Another Planet”?).

Pero algunos retornos no siempre tienen que estar condenados por el pasado, no siempre esos regresos están estigmatizados por los prejuicios de antaño.

Peter Perret ha regresado y de qué forma, con un disco que verá la luz a finales de mes y que lleva como carta de ajuste esta canción, tierna y oscura al mismo tiempo, con esa voz que nos susurra a través de paneles brumosos y cristales ahumados, esos parapetos que le han impedido ser él mismo durante todos estos años.

Y yo, yo estoy feliz y esperanzado.

Senior i el Cor Brutal + Serie B

Dos grupos emblemáticos de la nueva escena valenciana. En sus canciones notamos esencias del mejor pasado e influencias que les otorgan una fuente de alimentación sustancial para hacer grandes discos. Eso y sus propias maneras de concebir discos en los que atraviesan sensaciones con un brío inusitado, cargando sus canciones con dosis de estribillos y melodías monumentales.

Dos de las mejores alegrías sónicas que he recibido últimamente, el regreso de Senior i el Cor Brutal, con su «Valenciana Vol 1», donde establecen un equilibrio entre canciones extrañas y formas personales de interpretarlas, con ayudas de otras voces y con reflejos de ambientes americanos; junto a estos, el nuevo trabajo de Serie B, un tratado de como excitar con secciones de R&B, Power-Pop, Rock tradicional e impulsos que fraguan un frenesí que atrapa desde el primer instante. Gemas electrizantes para satisfacer nuestras necesidades de buenas canciones, de buen rock.

Estoy colgado con ambos.

Graham Nash

Siempre me han gustado las fotos en las que aparecían juntos Graham Nash y Joni Mitchell. Era una pareja selecta de la escena hippie en el corazón del San Francisco espiritual.

Nash formaba parte de la escena junto a David Crosby, Stephen Stills y Neil Young; él venía de Inglaterra, había militado en los Hollies y solo su espíritu de liberación le había llevado a la California contestataria, creyendo fervientemente en una idea, una filosofía de paz y amor.

Las canciones más políticas de C S N & Y llevaban su autoría, así como su presencia en las principales actuaciones del llamado «movement». Era, sin duda, parte de aquél People in Motion.

La relación con Joni siempre fue turbulenta y él quedó malherido. Dicen que incluso nunca se recuperó del todo.

Recuerdo aquella canción en la que hablaba sobre su simplicidad (Joni le acusaba constantemente de ser un dandy, un inglés con estilo que se había implicado en la causa) suplicándole que permaneciese con él.

No pudo ser, pero son preciosas las fotos en las que se les ve juntos. Fijaos como la mira.

Ah! la canción, enorme, sencilla y casi minúscula, es «Simple Man»

Kevin Ayers

Kevin Ayers fue el ejemplo perfecto de como escapar de la sociedad de consumo y salir airoso de ello.

Lo tenía todo para ser elegido el joven prodigio del rock inglés, canciones redondas, imagen, amigos que le apoyaban, músicos brillantes… lo que no tenía era tragaderas; su perfil era el de un creador nato, sin ínfulas de grandeza, torpedeado constantemente por la industria, que quiso ver en él al sucesor inglés de Lou Reed. Craso error, Lou era un compinche de las circunstancias urbanitas de Nueva York, mientras que Ayers deambulaba entre copas de champagne y paseos por la campiña.

Y se refugió en el mar, primero en la Riviera francesa y luego en Deiá, Mallorca, junto a escritores lunáticos, pintores fantaseados y otros músicos que compartían con él la lujuria de un mundo sin excesos, de una sociedad sin prisiones en forma de dólar (o de libra, o de euro…).

Cuando se fue, lo hizo sin hacer mucho ruido, recluido en Francia, en el 2013, pero todavía haciéndonos vibrar con discos hermosos.

Hoy quiero recordar esta canción, una de sus más bonitas melodías. En la letra habla del deseo, de una cafetería y del rosto de una mujer, que él desea mirar, solo mirar y, como siempre fue un caballero, le pide permiso para ello.

Puedo? May I?

La canción también la interpretó en francés y, en serio, no sé cual de las dos versiones me envuelve con más calidez.

Inundémonos de la ternura de Kevin Ayers.

https://www.youtube.com/watch?v=f4yQD5nmSwg

Wire

Redescubrir aquellos tres primeros discos de Wire es una experiencia excitante y benévola para la salud mental.

Comenzaron como un proyecto de instantáneas punk de menos de dos minutos y recompusieron con elegancia el art-rock de finales de los setenta.

Hay quien alaba los trabajos posteriores, supuestamente mas sesudos y bañados de electrónica analógica, pero sin duda yo prefiero aquellos tres trazallos de inquietud enérgica nerviosa.

«Pink Flag», «Chairs Missing» y «154», tres álbumes para la historia de aquella encrucijada entre el punk y el post-punk, con momentos soberbios que enervaban al mismo tiempo que mantenían un febril pulso con el dramatismo político de la época.

No hay comparación con lo posterior, bañado de cultismo muy inglesito y muy «ad hoc», pero falto de la brillantez de estos bárbaros tres discos. Deberían haberse cambiado el nombre.

Disponibles en maravillosos vinilos (el de la bandera rosa en vinilo rosa!!!) en Discos Amsterdam, nuestra pequeña parte de razón musico-cultural de València.

Amén.

Dutch Rock

Durante la segunda mitad de los sesenta y la primera de los setenta, en Holanda se vivió una etapa pareja a la experimentada por los británicos y, especialmente, por los californianos del norte. Localizado todo el movimiento en la ciudad de Amsterdam, el lugar más libre de la Europa post bélica, los paralelismos con San Francisco eran más que evidentes. En Amsterdam se refugiaba la intelectualidad hippie de la época, amparada bajo unas leyes permisivas y abiertas a nuevas miras.

La música era un catalizador vibrante, grupos de rock ácido, blues psicodelico, R&B y mil cosas más se daban cita en una escena incomparable. Localizar algunos de aquellos discos es una tarea casi imposible (y ardua), ya que la mayoría de bandas editaban singles o Ep’s, que ahora mismo valen un potosí, amén del precario estado en el que deben estar las pocas copias localizables.

Yo, lo sabéis de sobra, soy un obstinado coleccionista de vinilos, pero no reniego de cosas bien hechas, aunque estén solo disponibles en Cd. Y, lo confieso, me he quedado maravillado con la serie «The Golden Years Of Dutch Pop Music», donde se recuperan todos aquellos singles, imposibles de conseguir en un estado decente, reproduciendo las portadas, con libro interior explicativo y dos Cds a precio de risa, en digipak y con todo lujo de detalles. El otro día los recibimos en Discos Amsterdam (mira por donde con el nombre!) y aluciné, por trece euros (ojo, en esa famosa cadena de venta por internet están más caros, no os equivoquéis con tanta web, tanta web) y me llevé un cargamento a casa. Cosas como Les Baroques, Cuby + The Blizzards, Livin’ Blues, The Motions, Shocking Blue o Q65 se pueden conseguir en vinilo, pero ¡ojo! solo los Lp’s, no los singles (aquí, además, están las caras A y las B).

Bueno, me estoy pegando una sesión holandesa en casa de esas que te transforman en un gigante queso ácido.

Aquí os pongo algunas fotos para que veáis lo suculento del asunto.

Benjamin Black & Bowie

Los recuerdos son parte de nuestra existencia, son el alimento de nuestra memoria y endulzan el presente rememorando instantes que están adheridos a nuestra historia, a nuestra personalidad.

Yo intento recordar miles de cosas que me han hecho como soy, que me han educado y me han curtido; son pequeñas cosas que han engrandecido mi vida y que me acompañan en los momentos de decaimiento.

Hoy estoy henchido de emoción, feliz, exultante. Fijáos que tontería, un libro, un libro que estaba esperando desde hacía mucho, mucho tiempo.

Y en esas me ha venido a la memoria cuando, siendo casi un niño, esperaba ansioso el nuevo disco de David Bowie; fue aquél «Diamond Dogs», en el cual cambiaba de rumbo y de perspectiva. Recuerdo que mi amigo Jose lo consiguió de una manera extraña en cinta de cassette, antes de que se editara, y nos fuimos raudos y veloces a un pub de un amigo común que tenía un equipo formidable donde escucharíamos tal hazaña de nuestro héroe. El pub era Christopher Lee (sigue estando, creo) y aún tengo clavado en mi memoria aquél instante, en 1974, con momentos en los que David me volvía a golpear con su inmenso riesgo. Amigos, pensad con poco más de quince años escuchar por primera vez «Rebel rebel»… aquello no tenía parangón, era un explosión de júbilo interno indescriptible, me ahogaba, era lo más importante de mi vida. Me alegra pensar que aquellos momentos se pueden volver a repetir, que existen personas que, con su arte, me devuelven la esperanza y la pasión, que me hacen sentir vivo y eternamente joven, «Forever Young» sonaba en la maravillosa serie «Aquellos maravillosos años», obra y gracia de Bob.

Puede que no sea lo mismo, pero quiero a un personaje llamado Quirke, él me ha devuelto la confianza en la serie negra, él me ha dejado constancia de que los perdedores ofrecen un mundo real, alejado de los estereotipos de los buenos, atléticos y pomposos guaperas de las telenovelas. Quirke puede que no sea dios, como sí lo era Bowie, pero me envuelve y me atrapa, me seduce y me conquista, me hace cómplice de sus elucubraciones.

Y solo es un personaje, pero tiene vida para mi, la que le otorga Benjamin Black. Tengo su última novela, palpitaba hasta que ha estado entre mis manos, entre mis ojos y dentro de mis pensamientos. He leído tan solo treinta páginas, pero Quirke está ahí, para pedirme que le abrace y le entienda, otra cosa será que él quiera que lo haga, porque es un tipo difícil.

Louis Jordan

Es innegable y casi indigno el olvido al que se ha condenado a los artífices del primigenio sonido juvenil de la década de los cuarenta.

Antes de nacer el rock ‘n’ roll, almas agitadas (negras, especialmente) poseían un ritmo envenenado y ciertamente pagano que envolvía las fiestas cargadas de sexo, cigarrillos y alcohol.

Eran negros conquistando a blancos o, mejor dicho, mostrando el camino hacia un idilio entre la música libre y sus propios estados anímicos.

Recuerdo cuando propuse para aquél grado que se impartió en la Universitat de València sobre música una historia de la música negra y me miraron como una especie de bicho raro. Les pareció más normal hacer dos ponencias distintas sobre la historia del rock y sobre la historia del pop (?????) en serio, como si fueran dos conceptos opuestos (que lo pueden ser, pero en solo instantes contados) y obviar la inmensa importancia de la música negra, desde los howlers en los años de la esclavitud hasta las influencias sociales más cercanas. En fin, pero eso es otra historia, como dijo Lou en su Waiting…

Desde esta minúscula tribuna quiero agradecer públicamente la existencia de millones de negros que me han hecho más feliz, a pesar de su dolor, de su maltrato, de su ignominia, de su cautiverio y de su incomprensión.

Y, como un ejemplo es siempre una base sólida, baste rememorar a Louis Jordan, ese incombustible renacuajo cuya perspectiva del jazz y del R&B desnudó las posibilidades armónicas del rock ‘n’ roll, lo dibujó con un perfil de betún lustroso e iluminó a los blancos para aprender a sexualizar mejor los sonidos.

C’mon Louis Cho Cho Ch’Booogie

Johnny Rivers

Durante la primera mitad de los 60, el hervidero que se gestionaba en la ciudad de Los Angeles era una condecoración a todas las jóvenes generaciones que no se sentían cómodas con el estado de consumo del bienestar californiano.

Antes de la eclosión hippie del norte del estado, en lugares como Sunset Strip, especialmente el Rainbow o, sobre todo, el Whisky À Go-Go, se vibraba con algunos sonidos punzantes que bien se nutrían del rock tradicional como bebían de fuentes blues o soul negras.

Uno de los mayores agitadores de aquella sensacional etapa fue Johnny Rivers, cuyos conciertos en directo mostraban la algarabía de los teenagers en el soleado estado del oeste. Sus primeros discos fueron grabados íntegramente en directo, sin mezclas ni sobreproducciones y eran casi orgiásticos, con retazos del sonido clásico del rock ‘n’ roll, aditamentos de Motown, la consabida invasión británica y algunas gotas de su cosecha. Discos brutales, divertidos, con los cuales te hacías inmediatamente una idea de aquellos directos contagiosos.

Años después, Rivers siguió la estela de sus congéneres y se dejó influenciar por el caleidoscopio cromático de la psicodelia. Ahí logró momentos inigualables, con discos como «Changes», cuyo título ya indica lo que se avecina, «Rewind» y «Realization», la trilogía que muestra a Johnny con su particular «experience». Acabo de detenerme de nuevo viendo aquellas dos portadas en Discos Amsterdam, la primera y la tercera de dicha trilogía, elementos diáfanos y, a su vez, policromáticos, de un mundo sónico excitante y, lamentablemente, producto de un estado anímico genial e irrepetible.