Sé que hay muchos detractores de los discos en directo. Algunos de ellos representan el canto del cisne de la carrera de un nombre, otrora insigne, como una despedida antológica basada en lo que fueron, más que en lo que queda por ser.
Pero hay una innumerable cantidad de discos en directo que sirven como parámetros para entender, disfrutar e incluso conocer en toda su dimensión a ciertas bandas, a ciertos nombres.
Puede parecer una perogrullada, pero yo he disfrutado muchos discos en directo, por encima de los propios conciertos a los que he asistido, ya que las condiciones de sonido, estancia, ambiente, olor del sobaco de quien se instala a tu lado y cosas aún peores, me han condicionado negativamente; por no hablar de la imposibilidad de ver a ciertos grupos en su momento de apoteosis radiante sin tener que recurrir a las odiosas y, a menudo, tediosas, bandas tributo, a las que les tengo una especial tirría.
Desde luego nunca pude asistir a un concierto de los Allman Brothers con los dos hermanos (para eso tenemos el «Live at Fillmore East», obra cumbre de ellos), tampoco pude ver a Humble Pie con Steve Mariott al frente (pero disfruto el «Performance Rockin’ The Fillmore»), o el colosal doble en vivo de Peter Frampton, su único disco brillante («Comes Alive»). Podría recordar los discos de James Brown en el Apollo, el de Sam Cooke en el Harlem Square, el bestial «Rock ‘n’ Roll Animal» de Lou Reed, el 69 de Velvet, «Love You Live» de los Stones, «Song Remains The Same» de los Zep y así enumerar un listado tan interminable como necesario.
Pero fijaos, si hay un grupo cuyos directos me han subyugado, ese ha sido Talking Heads, conocidos sobre todo por su último directo, «Stop Making Sense», que tuvo su consecuente verificación en pantalla gigante dirigido por Jonathan Demme, que se dejó capturar por la frenética puesta en escena de la banda. No, no es ese disco en directo el que más me gusta, sino uno publicado tan solo dos años antes que partía de la base de enfrentar dos etapas distintas de los neoyorkinos.
El primer disco les muestra descarnados, en plena ebullición de la new wave, nerviosos y excitados, rítmicos y atropellados, cuatro cabezas en ebullición. El segundo disco los presenta como esa banda que se dejó impregnar con las producciones de Brian Eno, de los sonidos tribales africanos, de participantes de excepción, como Adrian Belew. Pura conmoción.
Es un disco que acostumbro a rescatar constantemente; de hecho el otro día le dediqué una parte de Los 39 Sonidos y volví a temblar ante su escucha. Y el título, es absolutamente descriptivo: «El nombre de esta banda es Talking Heads» ¿De cual de las dos que nos muestra? Indudablemente de las dos. Porcentajes de influencias aparte, los Talking Heads fueron uno de los nombres refulgentes de la ciudad de Nueva York.
Haceos un favor y escuchad este disco (no, por favor, no os lo descarguéis, porque los matices de su música desaparecerán en la vergonzante edición mp3 y no lo disfrutaréis en toda su dimensión).
Buenas vibraciones!