Conocí a Carlos Sánchez Pérez aproximadamente a finales de los 70; él era un madrileño que venía mucho a Valencia debido a su amistad con El Hortelano (Jose) y Bárbara, dos dibujantes extraordinarios que estaban involucrados en aquella generación de ilustradores proscritos por el régimen, a pesar de que nunca se acercaron a movimiento político alguno, ellos eran libertarios en el amplio concepto de la palabra, mentes ajenas a la alienación espiritual de marcas orgánico-políticas. Bueno, pero claro, sus idearios estaban cerca de concepciones izquierdistas, qué duda cabe.
El Hortelano y Bárbara, también madrileña, que se hacía llamar Ouka Leele y mezclaba con desatino magistral la fotografía y la ilustración, era una pareja formidable y divertida. Se reunían muchas veces en Valencia y yo conecté con ellos porque escribía cosas sobre tebeos en algunas revistas del gremio y mantenía cierta amistad con Mique Beltrán y Micharmut, especialmente. Eso fue antes de abrir Discos Amsterdam, aunque El Hortelano y su hermana estaban mirando también para abrir una tienda de diseño en Nuevo Centro. Al final los dos compramos los locales y, por un lado yo abrí la tienda de discos y ellos Zarechi, que al final se lo quedó su hermana y su madre y cambió la idea originaria.
El caso es que flipaba con el talento de Carlos, que publicaba con el nombre de Ceesepe en la revista Star de Barcelona, donde también se encontraba la gente del Rrollo Enmascarado, con Nazario al frente. ¡Que tiempos de lujuria intelectual, aquellos!
Nunca pude llegar a ser amigo real de Ceesepe, quizá porque él ya era entonces leal a Mr. Tambourine Man, que venía con su sombrero y sus dulces envenenados, aquellos polvos blancos intravenosos que embaucaron a tantos buenos colegas. Yo era miedoso, cobarde hasta el paroxismo y eso me salvó. Pero adoraba sus dibujos, la barbarie de su personaje, Slober, una anarquista bicéfalo de dos personalidades yuxtapuestas y su obsesión, compartida por mí, hacia el gran sacerdote del underground, Lou Reed, antes de que se convirtiera al mainstream. Sus comics definían lo insano de sus pensamientos, donde el rock alimentaba las estrategias, Dylan, Joplin, Hendrix, los grandes… y entonces llegó la movida madrileña, le sacó del atolladero y comenzó a trabajar para Almodóvar, Gabinete Caligari y demás faunos del momento, incorporando el color totalmente y mostrando una mejoría en su humor, en parte gracias a Alberto G. Alix, con quien compartió toda su última etapa como artista.
Decir de Ceesepe maravillas no solo es justo, es muy fácil, solo hay que mirar su trabajo y recordarle, con ese rostro de niño enfurruñado, aquella capacidad pasmosa para lograr trazos iverosímiles y mágicos.
El pasado año se nos fue y yo le acabo de rendir culto en La Casa Encendida, en su exposición Vicios Modernos, que recomiendo exaltadamente, como a él le gustaría.