El clasicismo en el blues es signo determinante para sustraer las experiencias negras del sur, pero no todos los artífices de este género deambulaban con soltura por todos los senderos que este sonido registró; casi siempre encontramos una serie de subgéneros que subyacen de una amalgama real de tendencias.
Boogie, Houserockin’, Barrelhouse, Piano Rhumba, Rural… descripciones más o menos certeras para evaluar a monstruos de esta especie a extinguir.
Solo el inmenso Lightnin’ Hopkins era capa de soltar su infinita sabiduría y cargarla con balas de apariencias distintas. Porque Hopkins era el más abierto, el más atrevido y, si me apuran, el más creativo de todos los bluesmen. Tejano de nacimiento, su estilo de songster eclipsó a todos sus congéneres con una serie de discos inevitables y jugosos, carne de negro cocida a través de golpes y de calor irrespetuoso hacia una raza.
Hoy he abierto Discos Amsterdam y se me ha ocurrido otorgarle mi tiempo a Lightnin’. Y él me ha correspondido con una música que escenificaba en mi memoria imágenes en blanco y negro de ciudades en plena depresión, campos de algodón con gente maltratada o cuerdas de guitarra rotas de tanto agitarlas. También he respirado aromas de sudor frío por el miedo y el dolor, polvo de caminos recorridos miles de veces, sin lugar fijo en su destino y chaquetas raídas y salpicadas de whiskey barato.
Es Lightin’ Hopkins, negro por la gracia del sur.