Existe una tradición de teclistas en Inglaterra difícilmente comparable a la de otros lugares en el mundo. Durante la primera mitad de los sesenta, muchos músicos ingleses se esforzaron en fantasear con su Hammond y lograron un sonido determinante que marcó tendencia.

Al contrario que en los Estados Unidos, donde los intérpretes de keyboards estaban integrando grupos y cuya labor era específicamente la de aporrear las teclas del órgano o piano, en la vieja Europa acapararon la atención y ellos eran quienes llevaban las riendas de las bandas que regentaban. Toda una escena se centró en ellos y nunca se ha vuelto a vivir aquella sensación.

Lógicamente el envoltorio Mod que les rodeaba les confería una esencia especial y una aureola de músicos de culto.

No hay, desde hace muchos años, una alineación tan excelsa de teclistas con poder de liderazgo como aquella que cautivó a los jóvenes británicos que les seguían en lugares emblemáticos como el Pink Flamingo o el 100 Club.

Recordar a George Bruno Money, más conocido como Zoot Money, al frente de su Big Roll Band, que editó tratados perfectos de R&B blanquecino en el 65 y 66; a Alan Price, alma del sonido de los Animals e inspirador de bandas americanas como los Doors, cuyos trabajos con su Alan Price Set, en tonos clasicistas de blues o sus posteriores discos en solitario, bandas sonoras y colaboraciones le dejaron en un lugar de privilegio en la historia de la música inglesa; a Brian Auger, responsable de cierta identidad Moodie junto a Julie Driscoll y sus Trinity, luego en Oblivion Express, restableció los parámetros de un organista sin excesos pero expresivo y contundente; a Grahame Bond, cuyas primeras experiencias fueron el embrión de Cream (con él estaban Ginger Baker y Jack Bruce), que trasformó sus cualidades y se acercó al progresivo en sus Lp’s de los 70; o, sobre todo y sobre todos, Georgie Fame, quién podía alardear de confluir en sus músicas, jazz, blues y rock en parciales fuentes de inspiración, siempre logrando estimular con el baile las noches de los allnighters mods de aquellas generaciones, dejar boquiabiertos a los intolerantes del jazz o captar la atención de los críticos de rock, que siempre vieron en él un talento desmedido. Recordar a todos ellos es un vibrante ejercicio de recuperación y justicia.

Podría citar también a esos otros que prefirieron esconderse tras el nombre de un grupo, con capacidad para epatar con su creatividad, Mike Ratledge en Soft Machine, Peter Bardens en Camel, David Sinclair en Caravan, el siempre sobrecargado Keith Emerson, el chico para todo Nicky Hopkins, el eterno segundo Ian McLagan, Ros Argent de los Zombies, por no citar al glorioso Steve Winwood (aunque a este hay que darle de comer aparte, porque su importancia trasciende este anecdotario).

Teclistas con sobredosis de personalidad, compositores, intérpretes en general que destilaban un  derroche de sensibilidad, algo que, dese hace una eternidad, no encontramos en las últimas generaciones.